ESPIRITUALIDAD AGUSTINIANA

La fe en San Agustín

Catequesis.

·         Introducción.


Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf Jn 14,6). Este conocimiento de Cristo se pone de manifiesto desde la fe. A través de ella, nosotros podemos descubrir la presencia de Dios, revelado, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.

      La fe se alimenta de la palabra de Dios, de la oración, de la celebración cristiana, de los sacramentos de la Iglesia, de muchas situaciones y presencias de Dios en medio de nuestro mundo. Contemplar la obra de la creación, hasta el detalle más simple, supone para el creyente en Cristo nutrirse continuamente del gran don de la fe.
     
A lo largo de esta catequesis, vamos a tratar de ilustrar el tema de la fe desde la experiencia y los escritos de san Agustín. Será algo sencillo, pero creemos que eficaz. 



  1. La  fe es un don.

La primera idea que descubrimos es que la fe es un don, que se nos otorga a todos los bautizados el día de nuestro Bautismo. Dios concede ese don a todos los que forman parte de esa gran familia de creyentes que somos los cristianos. La fe como don, es el comienzo de la vida cristiana, “nadie comienza si no es a partir del comienzo de la fe” (CS 33,s.1,10). Y esa fe “tiene por objeto las cosas que no se ven; cuando se vean, desaparecerá y tendrá lugar la visión” (CS 91,1).


A través del Sacramento se da el  don a todos los creyentes y “nadie pierde la fe a no ser que se la desprecie” (CS 55,19). Por lo tanto es un don, un regalo, una fuerza que Dios concede para que le amemos y le busquemos aquí en este mundo. Como don, es necesario para crecer cada día en el amor de Dios y el amor a los demás. Continua diciendo san Agustín que “la fe de tal modo se halla en el alma, que viene a ser la buena raíz que convierte el agua en fruto” (CS 139, 1). El agua es la gracia de Dios, el don que llevamos dentro, y el fruto es la expresión de la fe: el amor, las buenas obras, la santidad de vida…

            La fe consiste en creer lo que aún no ves, y su recompensa es ver lo que ahora crees” (S 43,1). Se nos es dada puesto que Dios quiere que vivamos sólo para él, y sintamos su presencia viva en medio de las cosas que llevamos a cabo entre nosotros.
“¿De donde te viene el creer, sino de la fe? La fe que tienes es un don de Dios” (S 168,1).




  1. ¿En quién creemos?


A lo largo de la historia de la salvación se nos ha ido revelando el gran misterio de Dios escondido, oculto para los hombres y manifestado abiertamente en la persona de Jesucristo, Hijo de Dios. El es quien nos ha revelado el amor de Dios, y nos ha manifestado con su vida y con su entrega, quien es Dios.

Nuestra fe se centra Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. El misterio de la Santísima Trinidad ha sido revelado por Jesucristo, hecho hombre por nosotros. El objeto de nuestra fe, por tanto, es, en primer lugar, en Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

A través del Símbolo de los Apóstoles, el Credo, se ponen de manifiesto los contenidos o verdades de la fe. “Se llama Símbolo a aquello en que se reconocen los cristianos” (S 213,2). La gran verdad de nuestra fe es la resurrección de Cristo. “La resurrección de Jesucristo el Señor,  es lo que caracteriza la fe cristiana” (S229H 1). Es Cristo resucitado, Cristo vivo qu ien habita en medio de nosotros por medio de la fe. “Si la fe está dentro, allí está Cristo dando voces; porque, si tenemos fe, Cristo vive entre nosotros” (TEJ 49,19). 




Así pues, en la doctrina agustiniana, la fe tiene como centro a Cristo Jesús. En el se pone de manifiesto todas las verdades reveladas. Toda la doctrina cristiana, tiene su centro y su origen en Cristo: el amor del Dios Padre, la fuerza y el poder del Espíritu, el nacimiento de Cristo de María Virgen, la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor, el envío del Espíritu Santo, la Iglesia, la resurrección de los muertos, el perdón de los pecados, la vida eterna, la comunión de los santos.

Cristo ha sido quien nos ha revelado todos estos misterios ocultos, y a través de la acción del Espíritu Santo se nos han dado a conocer. Por la fe, manifestamos adhesión a todas las grandes verdades reveladas. 



Tal vez estas palabras de san Agustín sean lo suficientemente claras para comprender el testimonio de la fe cristiana. Desde una vida coherente, se contagia, se trasmite y vive la fe. La fe da lugar a la santidad de vida. “El comienzo de una vida santa, merecedora de la vida eterna, es la verdadera fe” (S 43,1). Por lo tanto, en toda una vida orientada, dirigida a Dios, se manifiesta la fe. 



En los tiempos en los que nos corresponde vivir, son muy necesarios los testimonios. Nuestra sociedad está cansada de mensajes y slogans que carecen de remitir a verdades más profundas. Nuestra sociedad necesita hoy hombres y mujeres que testimonien su fe y que la vivan con coherencia.

Esa coherencia ha de pasar por el reconocimiento del señorío de Dios en nosotros. El camino de la humildad, típicamente agustiniano, es clave para la vivencia de la fe. “La fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes” (S 115,2) Sólo desde una fe basada en la  humildad podremos acercarnos a Cristo. “A Cristo se le toca mejor con la fe que con la carne; tocar a Cristo equivale aquí a tocarlo con la fe. Aquella mujer que padecía flujos de sangre, se acercó a El con la fe y con la mano tocó su vestido, pero con la fe quedó curada” (S 229 K 1).



  1. La fe se anuncia.

El testimonio de la fe, es fundamental en la vida del creyente. Hay que anunciar a Jesucristo con hechos y con palabras. Cada catequesis, cada predicación o exhortación debe ir acompañada de un testimonio rotundo de fe. “Ofrezcamos nuestro cuerpo a los que nos persiguen antes que nuestra cabeza, que es Cristo, para que no muera en nosotros la fe cristiana si, por conservar el cuerpo, negamos al Señor” (DC 2, 16-24)

            Este texto agustiniano, duro y exigente, pone de manifiesto el verdadero significado del testimonio cristiano. San Agustín tiene muy cerca la vida de tantos y tantos mártires cristianos que ofrecieron su vida a Cristo de una manera cruenta. De ahí la necesaria conversión a Cristo y la radicalidad en la entrega.

            La sociedad contemporánea ha establecido unos parámetros de pensamiento y actuación. Unos criterios que van encaminados hacia un bienestar y una comodidad incompatibles con la fe. Siempre debemos estar atentos para revisar nuestros criterios de actuación, ya que corremos el riesgo de padecer la tentación del conformismo y la mediocridad en la vivencia de la fe.
 


  1. La fe se contagia.

San Agustín, en todo su pensamiento, da mucha importancia al tema del testimonio de la fe. Hablaremos después del anuncio de la fe, pero es bueno detenernos ahora en la vida y experiencia de la fe.

El creyente que vive de la fe auténtica, vive en la Verdad. “Con la fe, ciertamente, es con lo que nos acercamos a Dios, y ésa está en el corazón, no en el cuerpo” (CD 22,29,4). Es muy importante que la vida vaya acompañada de buenas obras que manifiesten la fe en el Hijo del Hombre. “Tu fe es tu justicia, porque ciertamente, si crees, evitas los pecados; si los evitas, intentas obras buenas; y Dios conoce tu intento, y escudriña tu voluntad, y considera la lucha con la carne, y te exhorta a que pelees, y te ayuda a vencer, y contempla al luchador, y levanta al que cae y corona al que vence” (CS 32,2,2.1,4). 



Pero sin duda, la mayor expresión de la doctrina agustiniana, la más auténtica, la que sabemos lleva su firma bien grabada es la alusión a la caridad. En efecto, el mejor anuncio de la fe, el mejor testimonio, no es otro que el de la caridad. El amor al prójimo sin medida, desde el amor a Dios, es la prueba máxima de la fe. “la pureza de las costumbres tiene por objeto el amor de Dios y del prójimo; y la verdad de la fe, el conocimiento de Dios y del prójimo” (DC 3, 10,14).

El valor prioritario de la caridad es esencial en el anuncio de la fe. “Tus pies son la caridad. Ten dos pies, no seas cojo. ¿Cuáles son los dos pies? Los dos preceptos del amor: el amor de Dios y el amor al prójimo. Con estos pies corre hacia Dios, acércate a él, porque El te exhorta a correr y él de tal modo derrama tu luz, que puedes magnífica y expléndidamente seguirle” (CS 33, s.2,10).

El anuncio de la fe, el testimonio de la fe, debe pasar por el fuego de la caridad. Es ahí donde se fortalece y robustece la fe. Seguimos a un Cristo que ha amado hasta el extremo, lo ha dado todo para tengamos vida y vida abundante. Los demás, aquellos que son nuestros destinatarios en la catequesis, en el colegio, en la parroquia; aquellos que buscan en nosotros ideales más plenos y profundos, sólo lo pueden comprender desde una vida que se entrega. La caridad es y será siempre el distintivo del cristiano. San Agustín concluye que la fe culmina en el amor, y el amor es caridad. 

Angel Antonio García Cuadrado


EL PENSAMIENTO AGUSTINIANO SOBRE LA EUCARISTÍA. 



La Eucaristía desde el pensamiento de san Agustín.

San Agustín, en sus obras posee una doctrina abundante y rica acerca del sacramento de la Eucaristía.  En sus obras catequéticas sobre todo y en los sermones del ciclo pascual, no separaba los tres alimentos o panes que eran necesarios al hombre: el pan material, sustento del cuerpo; el Pan de la verdad o de la Palabra de Dios, que se contiene en los dos Testamentos y en la predicación de la Iglesia, y el Pan eucarístico, que resume y supera las excelencias y eficacia de los dos manjares anteriores. “Cristo en
su vida terrena se hizo todo; sustentó a las multitudes famélicas con el pan multiplicado en el desierto, tomando pie de ahí para elevarles a otros alimentos, como el de fe en su palabra y el de su cuerpo en el sacrificio de la cruz y de los altares. En sus designios estuvo encerrado todo; para que el
Pan de los ángeles lo comiese el hombre, el Pan de los ángeles se hizo hombre. Pues, si no se hubiera hecho hombre, no podríamos alimentarnos de su carne; y, si no tuviéramos su carne, no comeríamos el Pan del altar ".[1]

La bondad de  Dios y de Cristo se ha hecho un gran misterio de misericordia y de bondad en este sacramento. Al tratar de él, lo real y lo espiritual se enlazan constantemente en la predicación agustiniana. Y aún se puede decir que el significado espiritual prevalece sobre el realismo, porque San Agustín parte de la fe de la Iglesia universal en el misterio de la presencia real del Señor en las especies sacramentales. No separa él, pues, tres aspectos, a saber: la fe en el sacramento que se alimenta de la palabra de Dios, la comunión eucarística o recepción del cuerpo de Cristo y la unión con el Cuerpo místico o Cristo total que es la iglesia; de modo que toda unión con la Cabeza debe llevar a la unión con el Cuerpo, y también toda unión de miembros-o ejercicio de la caridad-lleva a la Cabeza, que es el mismo Cristo .


Fundamento, pues, después de la encarnación de este misterio, es la realidad de Cristo vista o creída al través de las especies visibles: «Ese pan que veis en el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. El cáliz, o, mejor dicho, lo que él contiene, santificado por la palabra de Dios,
es la sangre de Cristo. Con estas cosas quiso el Señor recomendarnos su cuerpo y su sangre, que derramó para perdón de nuestros pecados. Si los recibís bien, vosotros sois lo mismo que recibís».[2]

lA SANTA CENA

 

 Las palabras de la consagración obran el milagro de la conversión del pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo. Explicando la misa en un domingo de Pascua, les decía: «Esto que veis, carísimos hermanos, en la mesa del Señor es pan y vino; pero este pan y vino, por mediación de la palabra, se hacen
cuerpo y sangre del Verbo... Porque, si no se dicen las palabras, lo que hay es pan y vino; añade las palabras, y ya son otra cosa. ¿Y qué otra cosa son? El cuerpo de Cristo y la sangre de Cristo; suprime la palabra, y sólo es pan y vino; añade la palabra, y será hecho sacramento. Por eso decís amén. Decir
amén es dar asentimiento a lo que se dice. Amén quiere decir, en latín, es verdad».[3]



Este realismo eucarístico identifica lo que hay y se recibe en el altar con la misma víctima de la cruz: «Cristo nuestro Señor, que ofreció en el sacrificio de su pasión lo que recibió de nosotros, hecho príncipe de los sacerdotes para siempre, dio el mandato de sacrificar lo que veis, su cuerpo y sangre. Pues, traspasado por la lanza, su cuerpo derramó agua y sangre, con que perdonó nuestros pecados... Por eso acercaos con temor y temblor a la participación de este altar. Reconoced en el pan lo mismo que estuvo pendiente en la cruz, reconoced en el cáliz lo que brotó de su costado. Porque todos aquellos antiguos sacrificios del pueblo de Dios con su múltiple variedad figuraban sólo a este que había de venir» [4]

San Agustín quería que el fruto de la eucaristía fuese la caridad, la unión de los miembros de Cristo. Su predicación eucarística miraba a este hito: que toda la Iglesia sea verdadero cuerpo unido en la fe, esperanza y caridad de Cristo: «Por eso Cristo quiso encomendarnos su cuerpo y sangre por medio
de elementos que, siendo muchos, se reducen a la unidad de masa; porque de muchos granos está formada la masa única del pan y de muchos racimos y granos se forma la unidad del vino» [5]

He aquí la lección suprema del sacrificio eucarístico: la unión de la comunidad cristiana. Sin unión y unidad de granos de trigo, no hay pan; sin unión de corazones en la fe, esperanza y caridad de Cristo, no hay verdaderamente eucaristía.

Eucaristía y espiritualidad agustiniana

San Agustín en su predicación sobre el evangelio de San Juan resume la espiritualidad cristiana en la eucaristía. El ha puesto los cimientos para la doctrina de la comunión espiritual, que es un hambre interior del Pan vivo. El que cree en este Pan y tiene hambre de El, está recibiendo continuamente el fruto de un alimento espiritual que le sostiene y perfecciona. «Porque este Pan requiere el hambre del hombre interior, según dice en otro lugar: Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos (Mt 5,6).
Mas el Apóstol nos dice que Cristo es la justicia para nosotros (1 Cor 1,30)» .[6]


 

la llamada hacia la interioridad indica bien lo que significa la comunión con Cristo, que es nuestra justicia, nuestra verdad, nuestra santidad, nuestra vida eterna" El espíritu es llamado a esta participación con sus exigencias más puras. En otras palabras, el cristiano es llamado a la participación del Espíritu de Jesucristo por la comunión de su cuerpo y sangre. No hay que detenerse en la parte sensible del sacramento. La unión con los miembros o la caridad cristiana sólo puede lograrse por la unión con el Espíritu
de Cristo: «Quieres, pues, tú vivir del Espíritu de Cristo? Permanece en el Cuerpo de Cristo. ¿Acaso mi cuerpo vive de tu espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y el tuyo de tu espíritu. No puede vivir el Cuerpo de Cristo sino del Espíritu de Cristo. Por eso San Pablo, exponiendo el misterio de este Pan, dice: Muchos somos un pan, un cuerpo (1 Cor 10,17); ¡oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad! El que quiera vivir tiene dónde y de qué ha de vivir. Acérquese, tenga fe, incorpórese para que
sea vivificado. No tenga inquina con los demás miembros, no sea miembro estiomenado que merezca amputarse, no sea miembro tuerto que cause vergüenza; sea hermoso, sea adaptado, esté unido al cuerpo, viva de la vida de Dios en honor de Dios; ahora trabaje en el mundo para que después reine en el cielo».[7]

Hay aquí todo un programa de espiritualidad cristiana vinculado a la comunión eucarística con Cristo. El opera una transformación de los hombres que viven de su Espíritu dándoles la santidad de miembros suyos, todos tributarios a la vida divina que reciben del sacramento de su cuerpo y sangre.
La moral de los miembros o las condiciones que deben poseer los cristianos para serlo de veras están bien expresadas en los calificativos que San Agustín acumula, y que son los calificativos que hacen fructuosa la comunión eucarística. Creer, acercarse, incorporarse y vivificarse; a esto se invita a los seguidores de Jesús. La comunión exige y realiza la preparación y perfección de los miembros para unirse provechosamente a la Cabeza y formar un Cuerpo hermoso y digno de tal.

 

Por eso San Agustín insiste tanto en el “manducare intus”, en la interioridad, aunque se trata de recibir un sacramento visible ". Es decir, volvemos otra vez al sentido robusto de “Christus Panis”; ha de irse a la substancia misma del manjar fuerte que es la divinidad con todas sus excelencias. He aquí el meollo sobresubstancial que se ha de tomar como manjar del alma; esto es lo que exige al miembro cristiano; viva de la vida de Dios para Dios. Vivir de Dios es asimilar la substancia de Dios, lo que alimenta y sacie, lo que
quita las hambres de las cosas exteriores y transitorias. Vivir de Dios es vivir de la caridad, porque Dios es caridad, y así se alcanza la forma superior de vida a que puede aspirar el cristiano, vinculándonos a la Iglesia verdadera, es decir, incorporándonos al Cuerpo vivo que es El mismo en su integridad: «Pues por este manjar y bebida quiere se entienda la sociedad de su cuerpo y sus miembros, que es la Iglesia santa en los predestinados, en los llamados y glorificados, santos y fieles suyos». [8]


La piedad eucarística en los vida de las primeras comunidades recoletas.

            La vida de piedad en los primeros conventos recoletos tenía una profunda entonación eucarística. La comunidad celebraba todos los días la Eucaristía en la misa conventual. Los religiosos sacerdotes celebraban el santo sacrificio todos los días. La comunión entre los religiosos hermanos era también muy frecuente, más que en otras familias religiosas, en total unos 130 días de comunión. La vida de la Madre Antonia de Jesús (+ 1695), Agustina recoleta,  a quien los religiosos de Granada aconsejaron la comunión diaria, muestra que otros religiosos frecuentaban la comunión diaria. “Los jueves no impedidos por fiestas de rito doble o semidoble, se recitaba el oficio del Santísimo Sacramento. Varios conventos acogieron pronto la devoción de las cuarenta horas.[9] La comunidad de Valencia dio un sabor eucarístico a sus cofradías; y el desierto de La Viciosa tenía expuesto el Santísimo 15 horas.

            Son muchos los santos y beatos agustinos y agustinos recoletos que han llevado a cabo una profundad piedad eucarística, un amor cálido y sincero a la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y vino. Cabe destacar a San Juan de Sahún, Santa Clara de Montefalco, Beato Gracia de Kótor, y al mismo san Ezequiel Moreno.

            En la actualidad, las Constituciones actuales de la Orden, mantienen una renovada piedad hacia la Eucaristía. La Comunidad se reúne todos los días para la celebración de la Santa Misa, que se convierte en el acto principal de cada. Detallan las mismas Constituciones, aquellos días que se ha de celebrar con más solemnidad, coincidiendo con las principales fiestas litúrgicas de la Iglesia y de la Orden. Junto a la celebración de la Eucaristía, las Constituciones exhortan a la adoración eucarística, principalmente los domingos y fiestas.


[1] Sermo 56,10
[2] Sermo 237
[3] DENIS, VI
[4] S. 227,1
[5] In Io.ev.tr. 26,17

[6] Ibid.,26,1

[7] Ibid. 26,13

[8] Ibid.,26,15
[9] Bull 1, 407;2,7-8,449-50,585-586













LA PASTORAL EN SAN AGUSTÍN

Con frecuencia nos imaginamos a Agustín  sentado detrás de su escritorio, rodeado de pergaminos y ocupado en matizar sus escritos. Lo que se nos escapa es que, muchas veces, manifiesta en esos mismos escritos tener entre manos asuntos muy diferentes. Leyendo su obra podemos formarnos una idea acerca de su persona, sus ocupaciones y ambiente, su carácter, angustias y alegrías, sus ideales y decepciones.

De todas esas imágenes o fotografías quiero seleccionar algunas para hacer una exposición y contemplar cómo Agustín, buscando a Dios,  consagró toda su vida a los demás. Lo que llama la atención en toda su obra es el cuidado que tiene de las personas, las de cerca y las de lejos'.

No es suficiente, sin embargo, exponer el cuidado de Agustín sólo a través de ejemplos. Interesa, sobre todo, descubrir las motivaciones de su actitud permanente de escucha y acogida. Una actitud que puede iluminar las profundidades de nuestra vida y contribuir a que entendamos cómo la existencia humana puede ser esa antorcha en cuya llama prenden muchas candelas sin que se apague su luz. La vida entendida así corrige las leyes matemáticas, porque quien reparte el amor no sólo no lo pierde,  sino que lo acrecienta. Sin olvidar que la preocupación por los demás exige esfuerzo, sensibilidad y olvido de uno mismo.

El cuidado o la atención pastoral de Agustín se extendió a diferentes campos: el servicio ministerial, la asistencia a los pobres, el reparto de las riquezas de las Escrituras, la solicitud por la Iglesia, la atención a la comunidad, la unidad o el ecumenismo. Se situó ante este amplio radio de preocupaciones con una gran sencillez. Esta característica se percibe especialmente en su particular concepción de entender la misión pastoral; aunque se siente pastor, prefiere ser contado dentro del rebaño.

En la vida de Agustín se presentan situaciones y momentos en los que manifiesta un compromiso intenso con las personas de su entorno. Su teología no es una teología abstracta y descarnada. Para hablar a los hombres tiene primero que escucharles. Tener cuidado del otro llega a ser como su segunda naturaleza. Así entendió la función educativa cuando impartía clases de Retórica. Hará lo mismo en el círculo de sus amigos y, más tarde, cuando grupos de creyentes deseosos de conocer sus interpretaciones de la Palabra de Dios le presentan sus preguntas y solicitan su atención. Pero sus desvelos se centran, particularmente, en los pobres y desgraciados; en las personas que sufren la carencia de pan o de luz en su vida, los enfermos del cuerpo o del espíritu. Se trata de ser hombre para los demás siendo hombre con los demás: "Hombre soy; uno de tantos" (S. 233,2). Por otra parte, el cuidado del otro es la base de la idea de Agustín sobre la autoridad como servicio.

El diálogo tiene lugar entre personas que se comunican a través de palabras o de gestos. Es, de algún modo, un ejercicio de confianza que exige valorar a los demás y esperar de ellos la aportación de elementos que puedan contribuir al descubrimiento de la verdad. Por eso es importante escucharse unos a otros y ejercer un papel de moderación que facilite la palabra a unos y a otros. Agustín defiende la firme convicción de que nadie debe ejercer una función o ministerio en beneficio de sí mismo. La autoridad cristiana es servicial, fraterna, y hasta religiosa porque quien sirve al prójimo sirve también a Jesucristo. Llevar la carga del otro es llevar la carga de Cristo mismo, cuyo yugo es liviano y cuya carga es leve (Conf. X,36,58).
Esta actitud de Agustín es sostenida por la oración. Vive su cuidado del otro con una confianza en Jesucristo y la exterioriza con gusto en cualquier momento. En definitiva, según Agustín, no somos nosotros como personas individuales quienes ponemos ese cuidado, sino Cristo operante dentro de nosotros. Cristo, servidor de todos, cuida de nosotros por nosotros; éste es el mensaje de Agustín. Como pastor quiere estar al servicio del único Pastor, quien, por la mano de sus servidores, nos conduce a los pastos verdes de la Palabra divina. Él es el Pastor auténtico que nos coloca en el buen camino y nos protege contra ladrones y lobos.
En su cuidado de los demás, la Sagrada Escritura le sirve como guía y prefiere dejarse conducir, en todo momento, por la palabra revelada. La finalidad de su cuidado es la liberación del otro de su aislamiento para que se integre en la comunidad. El mensaje evangélico es, pues, un mensaje que conduce a la alegría de lo comunitario. Una palabra imprescindible y esencial en la vida cristiana es el nosotros. El camino que lleva a Dios pasa por la fraternidad, por los hermanos. Se puede concebir al hombre sin Dios, pero es imposible concebir a Dios sin los hombres, porque no existe otro Cristo que el Cristo completo, -el Cristo total-, cabeza y miembros.




EL CUIDADO DE LOS POBRES


En un himno medieval se llama a Agustín Pater Pauperum, Padre de los pobres. Su amigo y primer biógrafo Posidio ofrece este testimonio: "Nunca olvidaba a los compañeros en su pobreza, socorriéndoles de lo que se proveían él y sus comensales, esto es, o de las rentas y posesiones de la Iglesia o de las ofertas de los fieles" (Vita Aug. 23). La distinción entre el amor a Dios y el amor al prójimo no tiene lugar en san Agustín. Si Dios se ha encarnado en el hombre, el amor a Dios debe encarnarse en el amor al hombre. No tenemos nada que podamos dar a Dios, pero sí podemos dar algo al prójimo (S. 91,7,9). Agustín era en esto muy práctico y consecuente, y al final del año ordenaba que le presentasen los libros de caja para tener una idea sobre los ingresos y salidas y deshacerse así de toda acumulación (Vita Aug. 24).
Este hombre fervoroso, no conocía ninguna reserva por su fe en la divina Providencia: "No tenía maniatado el espíritu con la afición y cuidado de los bienes terrenos y propiedades eclesiásticas" (Vita Aug. 24). Consideraba inútil acumular algo para sí mismo o para el templo o el culto; quería ser pobre con los pobres, vivía sobriamente y donaba las sobras con largueza. De esta manera se cerraba también el camino a la seguridad aparente que puede ofrecer el ahorro. Así la comunidad eclesial de Hipona seguía siendo una comunidad pobre, solidaria con los menesterosos, cercana a los necesitados; de ningún modo superior y lejana por el lujo y la sobreabundancia.

Agustín, a la vez que desechaba toda manifestación de ostentación,  consideraba el cuidado de los pobres más importante que la ornamentación litúrgica. En relación con esto, Posidio anota: "A fin de año, le recitaban el balance, para que conociese las entradas y salidas y el remanente en la caja ). Cuando estaban vacías las arcas de la iglesia, faltándole con qué socorrer a los pobres, luego lo ponía en conocimiento del pueblo fiel. Mandó fundir los vasos sagrados para socorrer a los cautivos y otros muchísimos indigentes, cosa que no recordara aquí, si no supiera que va contra el sentido carnal de muchos" (Vita Aug. 24). Así imitaba el ejemplo que Ambrosio había dado en Milán.  Inspirado también por Ambrosio, predicaba con frecuencia sobre el deber de cuidar a los pobres y marginados.

En la línea de su preocupación por los oprimidos y excluidos, tenemos los numerosos ejemplos de asistencia judicial, mediación, intervención, solicitudes a autoridades políticas y funcionarios. Para Agustín el cuidado pastoral consistía ante todo en mediación. Esto se manifiesta en sus esfuerzos por la reconciliación y el perdón, pero también en el ejercicio de su función como juez municipal que, en los tiempos del Imperio Romano, formaba parte del ministerio episcopal. Posidio lo recuerda: "Cuando san Agustín era requerido por los cristianos o personas de otras sectas, oía con diligencia la causa, sin perder de vista lo que decía alguien; conviene a saber: que más quería resolver los pleitos de desconocidos que de amigos, pues entre los primeros es más fácil un arbitraje de justicia y la ganancia de algún amigo nuevo; en cambio, en el juicio de amigos se perdía ciertamente el que recibía el fallo contrario. A veces, hasta la hora de comer duraba la audiencia; otras se pasaba el día en ayunas, oyendo y resolviendo cuestiones. Y siempre miraba en todo al estado espiritual de los cristianos, interesándose de su aprovechamiento o abandono en la fe y buenas costumbres; y según la oportunidad, instruía a los contendientes en la ley de Dios, inculcando su cumpli-miento y dándoles consejos de la vida eterna, sin buscar en los favorecidos más que la devoción y la obediencia cristiana, debidas a Diosy a los hombres" (Vita Aug. 19).


Todo lo hacía con modestia, sin hacer abuso de su posición y sin forzar las situaciones con violencia: "Por atender a una necesidad, como de costumbre, debía interceder una vez por carta ante un vicario de Africa llamado Macedonio, el cual con la gracia otorgada, le envió este escrito: 'Asómbrame tu sabiduría grandemente, no sólo en los escritos que has dado a luz, sino también en la carta que tienes la bondad de enviarme a favor de los que solicitan tu intervención.  Porque muestras en aquéllos una agudeza, y sabiduría, y santidad insuperables, y ésta revela tanta modestia que, si no hago lo que me pides, pienso que en mí está la falta y no en la dificultad de la causa, oh señor verdaderamente venerable y padre digno de toda consideración! Porque tú no apremias, como hacen tantos otros aquí, exigiendo que a todo trance se haga lo que pide el solicitante, sino con mucho tacto y prudencia la solución más razonable que puede seguir el juez, sobre quien tantos cuidados pesan, y éste es el más delicado proceder entre los buenos. Por eso inmediatamente he procurado complacer tu deseo a favor de los recomendados, pues ya tenía abierto el camino de la esperanza" (Vita Aug. 20).

Comunidad.

¿Cúal es el secreto de la atención de san Agustín por los pobres? El secreto esta en su idea de lo que es comunidad humana. Cada persona en su esencia es un ser social, un ser que sin los demás no existiría, sin los demás  no sería nada y sin los demás nunca llegaría a ser alguien. Desde el principio estuvo en el proyecto de Dios que la persona formara junto a otros comunidad. (Civ. Dei XIV,1). Según la idea de san Agustín la base más concreta para tal acercamiento mutuo esta en la eliminación o relativización de los bienes personales. Lo había leído en los Hechos de los Apóstoles (Hch 4,32,36) y lo incluye en  la portada de su Regla para la comunidad religiosa (regla a los siervos de Dios).  Toda la Regla da testimonio de la vida comunitaria como una vida en la que los hermanos juntos están en camino hacia Dios y que encontrarán a Dios con mayor seguridad si cada uno se arriesga a olvidarse de sí mismo. No digas esto es mío, la propiedad es el tropiezo más concreto en el caminar juntos hacia la casa de Dios.
Para hacer posible la vida comunitaria y conservarla, es preciso que los concpetos de posesión y propiedad se interpreten de modo adecuado. En vez de retirarse cada uno a su torre de marfil, estamos invitados a ciudar los unos de los otros. La comunidad es un servicio recíproco en la fe. Exige la fe como elemento esencial para confiar en la capacidad del amor y en las posibilidades de los demás. Construir la comunidad exige un ejercicio y de esperanza porque los signos visibles de la fraternidad no son siempre evidentes.

            Estamos ante una visión nueva de la comunidad, formada por un grupo generalmente más reducido y muy consciente de su fragilidad. Ya no es el trabajo la razón de ser de la comunidad y es necesario subrayar que también en la situación de aparente debilidad, la comunidad es un tesoro de valor. La realidad comunitaria se presenta como réplica o alternativa a una mentalidad que pone el acento en la individualidad, y al mismo tiempo, añora y busca un estilo de vida más comunitario.

            La fe da una modalidad peculiar a las relaciones interpersonales y agudiza nuestra sensibilidad ante lo comunitario. Frecuentemente dudamos de las buenas intenciones de los demás y nos cuesta sentirnos amados por ellos; sentimientos que enfrían la comunicación y minan la realidad comunitaria. Porque, “no creer en el amor del otro, porque no vemos su amor, y creer que no es nuestro deber corresponder al amor del otro, es de hecho una muestra de desconfianza. 


Tal desconfianza no es racional, es odiosa. Por ella las relaciones humanas se echan a perder de tal manera que se destruyen radicalmente" (E in vis. 2,4).

Si la actitud de no creer en las buenas intenciones del otro se generaliza, entonces esa sociedad o esa comunidad desaparecerá irremediablemente. Puede quedar en pie, por un tiempo, pero pronto se vendrá a tierra. Por eso puede decirse que la fe, la confianza y la caridad constituyen los firmes pilares de la comunidad.

Agustín consideraba importante y valioso vivir bajo un mismo techo con amigos. Posidio escribe: "Vivían con él los clérigos con casa, mesa y ajuar común (Vita Aug. 25). También aquí la renuncia a la propiedad privada forma parte de la base para la vida comunitaria.





ACTITUD PASTORAL RECÍPROCA


Todo esto no es suficiente. Podemos poner cuidado en lo extraordinario y descuidar la vida ordinaria que se compone de pequeños detalles, de atenciones recíprocas y momentos agradables de conversación. Es así como se cuida el tejido de la confianza. Sin olvidar que en nuestras conversaciones, por informales que sean, debe estar presente el comentario sobre nuestros ideales; a fuerza de silenciarlos pueden ir pasando a un lugar secundario en la vida de todos.

San Agustín sentía satisfacción en exponer a sus hermanos temas religiosos y dialogar sobre ellos en casa (Vita Aug. 19). Tales conversaciones se pueden calificar como atención pastoral hacia los otros. El intercambio, la conversación, pedir y dar consejo, todo esto fortalece los vínculos mutuos. Ocurre, de vez en cuando, que uno se encuentra confundido, tiene sus dudas, está frustrado o desanimado. Hoy me pasa esto a mí, mañana a ti, pero, ojalá haya siempre alguien cerca que percibe ese estado de ánimo y pronuncia la palabra justa o tiene un gesto de reconciliación. Alguien, en definitiva, que te saca de tu aislamiento.
Vale lo que dice Agustín: "Quien entiende el arte dar consejos a los demás, dará dirección a su prójimo y disipará las dudas sombrías gracias a la luz del amor" (S. 91,7,9).

Y no pensemos que se trata de un asunto privado entre dos personas, un asunto que no tiene que ver nada con la comunidad. Al contrario, también en una conversación entre dos personas se compromete el bienestar de toda la comunidad. La atención pastoral del uno por el otro no es sólo cuestión de dos individuos. "Por eso hay que amar entrañablemente y esta compañía de la cual está escrito: “Y tenían una sola alma y un solo corazón en camino hacia Dios (Hch.4,32). Porque de esta manera tu alma no te pertenece a ti solo, sino a todos tus
hermanos. Y, a la vez, sus almas te pertenecen, o mejor dicho: sus alma junto con la tuya no forman muchas almas, sino una sola alma, a saber la única alma de Cristo" (Ep. 243,4).

El trato atento y alegre de Agustín con los miembros de la comunidad y con los huéspedes, se manifiesta claramente en la manera en que se distribuía la sobria comida. Encontró agradable el intercambiar sus anhelos más profundos con los demás y hablar sobre sus esperanzas y expectativas. "Comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su
estudio y oración, enseñando a presentes y ausentes con su palabra y
sus escritos" (Vita Aug.).

Agustín tenía un carácter abierto y era comunicativo por naturaleza. A algunos les resulta difícil salir de sí mismos y es necesario un ambiente que propicie la libertad y la confianza. Crear ese clima es tarea de todos y las formas de colaboración pasan por el uso de la palabra, la escucha, la pregunta, la  atención al diálogo, la invitación a expresar su opinión a todos.


Posidio escribe a propósito del vestuario y la mesa de Agustín: "Sus vestidos, calzado y ajuar doméstico eran modestos y convenientes: ni demasiado preciosos ni demasiado viles, porque estas cosas suelen ser para los hombres motivo de jactancia o de envilecimiento, por no buscar por ellas los intereses de Jesucristo, sino los propios (...). La mesa era parca y frugal, donde abundaban verduras y legumbres, y algunas veces carne, por miramiento a los huéspedes y a personas delicadas(.. .). Se mostraba siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber Contra la pestilencia de la murmuración tenía este aviso escrito en verso:

El que es amigo de roer vidas ajenas,
no es digno de sentarse en esta mesa.


Y amonestaba a los convidados a no salpicar la conversación con chismes e infamias; en cierta ocasión, en que unos obispos muy familiares suyos dieron rienda suelta a sus lenguas, contraviniendo lo escrito, los amonestó muy severamente, diciendo con pena que o
habían de borrarse aquellos versos o él se levantaría de la mesa para retirarse a su habitación" (Vita Aug. 22).

Vemos a Agustín enojarse, y con razón, porque la murmuración respecto a una persona ausente ¿acaso no hace daño a la comunidad? Las habladurías sobre personas que tienen autoridad en la política o en la Iglesia, ¿no siembran la desconfianza y hacen menos creíble sus enseñanzas? Hay conversaciones que revisten la apariencia de ser comentarios positivos y, poco a poco, se deslizan hacia la habladuría frívola, la crítica y la calumnia.






SÉ TÚ MISMO LUGAR PARA EL SEÑOR


Cuando Agustín inició su vida monástica, criticó a algunos pastores. Después se acusará de ello e insistirá en la importancia de la unidad en la comunidad eclesial. Lo confiesa honestamente: "Antes de tener experiencia de lo que significa dirigir la Iglesia, me atrevía a criticar a muchos pilotos del barco, como si yo fuese más y mejor que ellos. Ahora que me
cuento entre esos pilotos, reconozco cuán imprudente era mi crítica, por más que desde antes ya había caído en la cuenta de lo peligroso de este oficio" (Ep. 21,2).

Criticar puede convertirse en algo enfermizo y no tiene sentido que alguien emita juicios sin conocer las circunstancias que rodean la vida de los demás. Criticar a los otros sin intentar ponerse en lugar del otro, es algo enfermizo que tiene poco sentido. Es difícil ver la imagen del Señor en la persona cuya conducta se ha criticado y desde un corazón comprensivo no es posible la crítica inmisericorde. Nuestro juicio puede ser equivocado y también allí donde nosotros vemos una conducta censurable está presente el Señor. Donde no está es en nosotros cuando adoptamos la función de jueces. Entonces sí que, indudable-
mente, dejamos de ser un lugar para el Señor. Llegar a ser un lugar para el Señor quiere decir renunciar a esa posesión que llamamos nuestro propio juicio sobre los demás y abandonar actitudes críticas que siempre son peligrosas.

Afirma san Agustín de forma concisa en su comentario al Salmo 131: "Tú tienes que ser un lugar para el Señor. Sólo aquel que cumpla lo que enseña y dé en realidad un buen ejemplo, llega a ser junto con aquel a quien instruye un lugar para el Señor" (En. Ps. 131,4). Y entonces destaca lo que él considera muy importante para la vida comunitaria: "Dejemos nuestros bienes propios. O si no somos capaces de dejar nuestros bienes, al menos dejemos el apego a ellos, para preparar de esta forma un lugar para el Señor" (En. Ps. 131,6).

Cuál es la característica de un trabajo pastoral sin condiciones? ¿Es trabajar con un horario prolongado? ¿Es centrar la atención en los intereses individuales? Todo lo contrario, es ocuparse de los intereses ajenos y no de los intereses propios. El interés del otro siempre está ligado, en san Agustín, al interés de Cristo. Un buen termómetro para medir la vida comunitaria es preguntarse si la preocupación por los demás es verdadera o, por el contrario, es una forma de simulación o de imposición.






EL INTERÉS DE CRISTO


Hablar del interés de Cristo puede parecer una expresión vaga. Efectivamente, tenemos una información y una idea mucho más clara sobre nuestro propio interés. El interés de Cristo, sin embargo, no es un interés abstracto. Consiste, concretamente, en anteponer el interés
común al interés personal. No se trata de ninguna abstracción pero sí de una tarea difícil. Afortunadamente, no faltan en nuestras comunidades personas que testimonian de forma clara este comportamiento. El interés de Cristo tiene que ver con paz, tolerancia, comprensión,
no sobredimensionar las cosas, controlar el afán de imponerse, prestar atención al bienestar espiritual y corporal de los miembros de la comunidad y de todas las personas que uno encuentra diariamente. El interés de Cristo consiste más en el crecimiento en la unidad que en vivir bajo un mismo techo. El interés de Cristo es compatible con la pluralidad, siempre que esté subordinada al bien común. Llama la atención la frecuencia con que Agustín cita las palabras de Pablo a los Filipenses: "Los que alaban a los servidores de la Iglesia sólo se refieren a los buenos entre ellos, los fieles administradores del tesoro divino; que son tolerantes con todos; que entregan su corazón a los que quieren hacer progreso; que no se preocupan de sus propios intereses, sino de los intereses de Cristo (Fil 2,21)" (En. Ps.
99,12).

En la Regla para la comunidad encontramos también estas palabras de Pablo. Progresar en la vida espiritual significa para Agustín preocuparse cada vez más no del interés personal sino del interés común. Posidio da testimonio de que Agustín mismo daba ejemplo: "Y era aquel hombre memorable el miembro principal del cuerpo del Señor, siempre solícito y vigilante para trabajar en pro de la Iglesia; y por divina dispensación tuvo, aun en esta vida, la dicha de gozar de/ fruto de sus labores, primeramente con la concordia y la paz, restablecida en la Iglesia y diócesis de Hipona, puesta bajo su vigilancia pastoral, y después en otras partes de Africa, donde vio crecer y multiplicarse la Iglesia por esfuerzo suyo o por mediación de otros sacerdotes formados en su escuela, alborozándose en el Señor, porque tan a menos habían venido en gran parte los maniqueos, donatistas, pelagianos y paganos, convirtiéndose a la verdadera fe" (Vita Aug. 18).

De esta manera vivía Agustín la solicitud pastoral por la Iglesia entera, que se
refleja en su amplia correspondencia con prelados y políticos, y en su cuidado de la Iglesia universal participando vivamente en los concilios. "Asistió cuando pudo a los concilios de los santos Obispos celebrados en diversas provincias, buscando siempre la gloria de Jesucristo, no la suya propia, para que la fe de la Iglesia se conservase incólume o algunos sacerdotes y clérigos excomulgados justa o injustamente fuesen absueltos o depuestos" (Vita Aug. 21).

Cuidar de los intereses de los demás va unido a una cierta humildad porque supone colocar a los otros en primera fila y servir sin hacer diferencias ni juicios. Agustín se fija en el padre de familia que preparó un banquete y mandó a sus servidores que salieran a todos los caminos para invitar a los comensales: "Ved, hermanas y hermanos, que los servidores sólo debía invitar y traer a buenos y malos. No les estaba permitido hacer más. Tampoco estaba está escrito: los servidores vinieron a ver a los huéspedes y encontraron a uno que no estaba vestido como para la fiesta y le llamaron la atención. No, esto no está escrito. Sí, está escrito: el padre de familia vino a ver a los huéspedes y encontró a alguien sin ropa de fiesta" (S. 90, 4).

Quiere decir que, en la atención pastoral, nosotros sólo somos servidores que invitan. El juicio, es decir el echar fuera, se lo ha reservado el Rey.






LA NECESIDAD DE LA SAGRADA ESCRITURA


Llegamos a un punto que aclara cuál era el puerto de salida de Agustín en su preocupación y cuidado por los demás. En la pastoral podemos distinguir formas activas y contemplativas. Agustín actúa en consonancia con su carácter contemplativo. Dicho de otra forma, es totalmente coherente con su idea sobre el cuidado humano como una participación en el cuidado de Dios por el mundo. El hombre puede participar en ello, no puede desplazar el cuidado de Dios.

Cuando alguien se introduce en el campo pastoral, su primerísimo deber consiste en informarse sobre la actitud con que debe proceder. Y la fuente de información por excelencia es la Sagrada Escritura. Leyendo la Sagrada Escritura nos ponemos en contacto con Dios, escuchamos sus palabras y aprendemos qué es lo que podemos hacer por los demás y
cómo podemos hacerlo mejor.

La verdadera contemplación es llenarse de la Sagrada Escritura y desde esta abundancia del corazón procede la actividad pastoral verdadera. Agustín se atreve a decir que, para aquellos que cuidan de los demás en una forma evangélica, no viene en primer lugar la preocupación por lo temporal sino la contemplación de lo eterno. "...con todo, aun
conservándose siempre unido y como suspendido de las cosas del espíritu, de más valor y trascendencia, alguna vez abatía el vuelo de lo eterno para atender a las de acá, y después de disponerlas y ordenarlas, como se debe, para evitar su daño y mordacidad, retornaba otra vez a las moradas interiores y superiores, dedicándose, ora a descubrir nuevas verdades divinas, oro a dictar las que ya conocía, o bien a enmendar lo dictado y copiado. Tal era su ocupación, trabajando de día y meditando por la noche" (Vita Aug. 24).

Dos cosas llaman la atención en este texto. En primer lugar, que el Agustín pastor sabe desprenderse de sus preocupaciones; y, en segundo lugar, que vive sus preocupaciones por asuntos temporales en el marco de asuntos que no son pasajeros.

En cuanto a lo primero, puede servir como criterio para no ahogarnos en nuestras preocupaciones y para que podamos relativizar muchas cosas. La mirada puesta en lo eterno, lejos de significar alienación nos mantiene con los pies en la tierra y convierte en hombres realistas porque nos permite valorar en su justa medida cada situación.

La contemplación de lo eterno no se debe entender como si Agustín sólo tuviera interés en el más allá. Al contrario, intenta un enfoque más claro de las cosas que se presentan en nuestra existencia propia y finita, pero que nunca pierden su valor; sabe que este tipo de pensamientos y asuntos tienen que ver con Dios. Tenemos que entender que Agustín había recibido, como un don especial de sabiduría, este deseo de contemplar lo eterno. Era muy consciente de esta gracia y se sentía impulsado para desarrollar al máximo este talento. El don que experimentó en su vida puede ser, hasta cierto punto, también nuestro. "El que tiene conocimiento religioso de la despensa del Señor -proclama Agustín en un sermón-, repartirá, dará alimento a sus hermanos, fortalecerá a los fieles, revocará a los errantes, buscará a
los perdidos, en una palabra, hará lo que pueda" (S. 91,7,9).

Cada cual debe examinarse sobre lo que pueda hacer en este punto para los demás. El repartir no está reservado a los ministros sagrados, ni sólo a los intelectuales, ni sólo a los varones. A pesar de que nosotros, probablemente, no podamos igualar los talentos de Agustín, sin embargo estamos llamados a decir una palabra consoladora o animadora, a invitar a los solitarios a la comunidad.

Aunque nuestros sentimientos sean espontáneos, y por más que estemos dispuestos a abrir la boca, no por so podemos descuidar el cómo de la acción pastoral. No es algo traído por el viento sino que exige aprendizaje. El obispo de Hipona organizó una escuela en la que sus colaboradores podían recibir una buena formación en la lectura y el comentario de la Sagrada Escritura. Se ocupó de instruir a los que eran idóneos para la enseñanza (Vita Aug. 19).






LA SAGRADA ESCRITURA SUPERIOR A LA GESTIÓN


Lo que Agustín practicaba en los quehaceres diarios de la vida doméstica, lo hacía también en la pastoral. Para el pastor la lectura de las Sagradas Escrituras y la proclamación de la Palabra de Dios tienen preferencia al empeño del gobierno o la gestión eclesiástica. Recién ordenado ministro se vio lanzado repentinamente al agua y mandó una carta a su obispo en la que le solicita un tiempo para profundizar más en las Sagradas Escrituras. "Acaso yo diré (estando delante de Dios); y no pude estudiar las Sagradas Escrituras, porque los quehaceres eclesiásticos me lo impidieron? Entonces dirá Dios: ... Si mis árboles llenas de vida, estos que son mis fieles, son bien cuidados, entonces acaso ellos no pueden calmar el hambre de los pobres de una manera más fácil y más agradable para Mí? ¿Por qué entonces el pretexto de que te faltó tiempo libre para enseñar a cuidar de mi campo?" (Ep. 21, 5).

Con su acertado criterio de considerar más importante la evangelización que la gestión de tantos asuntos temporales, él podía, con toda flexibilidad, delegar a otros mucha tareas y cuidados; y esto no tanto a los sacerdotes porque también ellos debían desocuparse para tener
tiempo para la Palabra de Dios. Por eso solicita la ayuda de los fieles para asuntos prácticos. Agustín se declaró dispuesto a delegar la administración de los bienes eclesiásticos a los laicos a fin de que, en adelante, todos los ministros pudieran vivir de las entradas del culto, tal como se lee en el Antiguo Testamento (Vita Aug. 24; cf. Dt 18,1 y Num 18,8-32).
Encargó el cuidado del templo y del patrimonio de la iglesia a los clérigos más capacitados y por turno les delegaba esta función. "Y como, causa de las posesiones, el clero era blanco de la envidia, como suele suceder, el Santo, predicando a los feligreses, solía decirles que pre-
fería vivir de las limosnas del pueblo a sobrellevar la administración y cuidado de las propiedades eclesiásticas, y que estaba dispuesto a cedérselas, para que todos los siervos y ministros de Dios viviesen, al estilo de los del antiguo Testamento, del servicio del altar Pero nunca los fieles aceptaron la propuesta" (Vita Aug. 23).

La forma de organizar sus trabajos y atenciones la aprendió de las Sagradas Escrituras. Podríamos mencionar muchos ejemplos de su actitud, casi escrupulosa, cuando se trataba de la predicación. Consulta cada vez de nuevo las Escrituras y no quiere, de ningún modo, separarse del mensaje bíblico: "El Evangelio me asusta. No hace falta que alguien me
convenza del valor de la tranquilidad sin cuidados y de la liberación de la contemplación. Porque nada es mejor, nada más agradable que indagar la riqueza divina, sin que nadie le estorbe a uno. Esto es agradable y bueno. Pero predicar, denunciar, reprender, edificar, esforzarse por tanta gente, es una carga pesada, un gran peso y un empeño agobiante.
¿Quién no desearía liberarse de tal trabajo? Pero el Evangelio me asusta..." 2,4).

Aquí se manifiesta la interacción que existe entre el Agustín contemplativo y el Agustín pastor. Retomemos el texto de Posidio ya citado: "No tenía maniatado el espíritu con la afición y cuidado de los bienes terrenos y propiedades eclesiásticas; con todo, aun conservándose siempre unido y como suspendido de las cosas del espíritu, de más valor y trascendencia, alguna vez abatía el vuelo de lo eterno para atender a las de acá, y después de disponerlas y ordenarlas, como se debe, ... retornaba otra vez a las moradas interiores y superiores, dedicándose, ora a descubrir nuevas verdades divinas, ora a dictar las que
ya conocía, o bien a enmendar lo dictado y copiado" (Vita Aug. 4).El mismo Agustín, a quien le gusta contemplar lo divino, confiesa que el
Evangelio le asusta (Cf. S. 2, 4).

Un año después de ser ordenado sacerdote escribe en una carta "Ahora que conozco mi enfermedad, decir, mi sobreestimación, espero de todo corazón que Dios no me haya llamado a este oficio para condenarme, sino por compasión conmigo. Y si esto es así, entonces tengo el deber de familiarizarme con todos los remedios de sus Escrituras. Y tengo que procurar por la oración y la lectura, que El me dé suficiente salud para encargarme de tan peligroso trabajo... En el monasterio de Tagaste todavía no sabía lo que me faltaba en el campo del trabajo pastoral ... Ahora que me ocupo ya algún tiempo con este trabajo, aprendo de mi propia experiencia lo que le hace falta a uno que está al servicio del pueblo de Dios con la palabra y el sacramento" (Ep. 21, 3). Es decir, el estudio de la Sagrada Escritura.

Para los pastores la Sagrada Escritura tiene una doble función: hay que conocer el contenido para poder proclamar la Palabra de Dios, consolar y animar a lo demás. Pero también para confirmar la propia fe y para poder llevar una vida a partir de las Escrituras. Por eso, según
Agustín, lo primordial es que el pastor conozca la Escritura tanto como fuese útil para su propio provecho. Pero, además, tendrá que leerla constantemente para poder dar una respuesta a los que la soliciten.

Demos, otra vez, la palabra al joven sacerdote Agustín: "Me atrevo a decir, que yo sé todo cuanto se refiere a nuestra salvación y lo acepto con fe. Pero lo que no sé es cómo transmitirlo a los demás para que encuentren también ellos su salvación recordando las palabras: No busco mi propio interés sino los intereses de otros muchos, para que sean sal-
vados (1Cor 10,33). Quizás los sagrados libros contengan otros principios que un hombre de Dios debe saber y con que debe familiarizarse para cuidar de los asuntos eclesiásticos más ordinarios. Pero de todos modos, precisa de estos principios para que él viva o muera de tal manera con una buena conciencia entre los injustos, que no pierda la vida eterna a que aspira el corazón cristiano humilde y manso. Pero, ¿cómo puede llegar a tener conocimiento de ello, sino golpeando (Mt. 7,7-8), es decir orando, leyendo y golpeándose el pecho?" (Ep. 21,4). De la carta de Agustín a su obispo se evidencia que la profesión pastora! hay que aprenderla en la Sagrada Escritura.






LIBRO Y ESPEJO


Como hombre práctico, Agustín se preocupaba no sólo de que sus sermones y diálogos fuesen claros, sino también de que no se perdiesen sus pensamientos. Los ponía por escrito y de esta manera iba formandotoda una biblioteca. Era muy consciente de la importancia de esos textos.
¿Cuál sería nuestra actitud tratándose de la importancia de nuestros pensamientos? No sería malo reposar nuestros pensamientos poniéndolos por escrito. Además de obligarnos a una mayor precisión, podía ser una tarea que borrara la rutina de los días largos y, más tarde, mirando hacia atrás, examinar el proceso y progreso de nuestro modo de percibir y situarnos ante la realidad.



LA ESPIRITUALIDAD EN LAS CONSTITUCIONES DE LOS AGUSTINOS RECOLETOS








CAPITULOS INTRODUCTORIOS

            Nuestras Constituciones comienzan aludiendo al origen y el propósito del carisma agustino recoleto.
           
La Orden, contiene en sí misma dos matices que van muy unidos entre sí: por un lado, todo el sentido que san Agustín quiere presentar en su comunidad monástica, centrado en la unidad en el amor, en la vivencia de esa unidad en el amor; por otro lado, la renovación que surge en el siglo XVI en la Provincia de Castilla, dando origen al movimiento recoleto, y posteriormente  a la congregación, y ya en el siglo pasado a la Orden.

            Una de las realidades más importantes de nuestro carisma, agustiniano y recoleto, es el profundo sentido que tiene la comunidad. San Agustín, deseoso de buscar a Dios, se retira con sus amigos para organizar esa búsqueda de Dios a través de la vida común. En el siglo XVI, algunos religiosos, impulsados por un renovado fervor, quieren vivir con más plenitud la vivencia agustiniana, desde una mayor radicalidad de vida. En ambas realidades hay un factor común: la comunidad, la colectividad es la que conduce a una vivencia más profunda del carisma.
           
            Nuestras Constituciones recogen cual es el propósito de nuestra Orden que no es otro que el de una familia religiosa. Ante todo, el seguimiento de Cristo, tratando de imitarle en su mismo estilo de vida. Los consejos evangélicos nos concretizan la forma de vida que asumió Cristo, como hombre pobre, casto y obediente.

            La Orden surge desde la fuerza misma que el  Espíritu Santo suscita en ese grupo de religiosos, y en las decisiones de los padres capitulares de Toledo.





            El Numeró 6 de las Constituciones nos indica dos elementos esenciales de nuestro ser agustino recoleto: el primero de ellos el propósito de la Orden; y el segundo el carisma.
           
            Con respecto al primero no introduce ningún valor novedoso. “viviendo en comunidad de hermanos, desean seguir e imitar a Cristo, casto, pobre y obediente; buscan la verdad y están al servicio de la Iglesia; se esfuerzan por conseguir la perfección de la caridad según el carisma de san Agustín y el espíritu de la  primitiva legislación y, muy especialmente, de la llamada Forma de Vivir “ (Cf nº 6)
           
            A simple vista, encontramos tres elementos fundamentales en el propósito de la Orden: Seguir e imitar a Jesucristo casto, pobre y obediente; buscar la verdad y estar al servicio de la Iglesia; y el esfuerzo por conseguir la perfección de la caridad. Aquí encontramos los tres pilares del carisma agustiniano.
           
            En cuento al carisma, según las Constituciones, “se resumen en el amor a Dios sin condición, que une las almas y los corazones en convivencia comunitaria de hermanos, y que se difunde hacia todos los hombres para ganarlos y unirlos en Cristo dentro de su Iglesia”.

            Muy unido a esta idea tan agustiniana, las Constituciones recogen  la Definición Quinta del Capítulo de Toledo, donde aparece el inicio de la recolección agustiniana. Si unimos lo anteriormente dicho, con las bases sobre las cuales comienza a edificarse la Orden agustino recoleta, nos encontramos con un carisma basado íntegramente en el espíritu monástico de san Agustín, añadiendo el matiz de austeridad de vida, que aparece en el inicio de la recolección.
           
            Podemos decir que hay un retorno a las fuentes puramente agustinianas, puesto que a lo largo de la historia de la Orden, podemos apreciar ese rasgo de interioridad-contemplación, que brota claramente de san Agustín.

            ¿Donde está el matiz, el sentido especial que adquiere nuestro carisma como agustinos recoletos? ¿Cuál es la identidad que surge de un espíritu manifestado durante más de cuatro siglos de historia? .

            Juan Pablo II en Vita Consecrata, pide a los institutos de vida consagrada que ante todo sean fieles al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual. Precisamente en esta fidelidad “se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada” (VC 36). La garantía de toda renovación que pretende ser fiel a la inspiración originaria está en la conformación cada vez más plena con el Señor. “En este espíritu vuelve a ser hoy urgente para cada instituto la necesidad de una referencia renovada a la Regla, porque en ella y las Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento, caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Una creciente atención a la Regla ofrecerá a las personas consagradas un criterio seguro para buscar las formas adecuadas de testimonio capaces de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la inspiración inicial” (VC 37).
           
            “Las Constituciones son la expresión más genuina y estable del carisma fundacional que, como generador de vida, crea un tipo evangélico de hombre o mujer, con esa especial configuración con Cristo, que destaca una dimensión de su ministerio y que se proyecta en las obras; que s hace como la marca de una peculiar espiritualidad” S.,MARCILLA “las Constituciones, espejo y expresión de un carisma” y P.,PANEDAS, Las Constituciones, nuestro libro de oro.

            Tenemos que destacar el valor pedagógico y evangélico de nuestras Constituciones, tanto en la formación inicial como en la formación continua, de tal modo, que bien asumidas, configuren nuestra identidad carismática y sean referencia evangélica en nuestra vida y en nuestro ministerio.

            Volvemos a preguntarnos por nuestro carisma. El P. Angel Martínez Cuesta, gran historiador de nuestra Orden, en un artículo publicado en 1984, señala como elementos constituyentes del carisma agustino recoleto, desde una perspectiva histórica los siguientes: el ideal monástico de san Agustín, la formación de la Orden de Ermitaños de san Agustín, la Forma de Vivir y la desamortización, con su incidencia en la organización de la Orden. Dice:

San Agustín nos ha legado, entre otras cosas, el aprecio y unas características bien concretas de la vida común. La Forma de vivir matiza la vida común agustiniana con fuertes coloraciones ascéticas e interiores, es decir, confirma su clara tendencia interiorizante con normas precisas sobre el recogimiento y la oración, y la envuelve en una atmósfera de austeridad. Y, por último, la espiritualidad mendicante y la historia reciente la sensibilizan y abren a las urgencias apostólicas de cada momento. Estas urgencias, sin embargo, no deben nunca hacer olvidar ni relegar a un lugar secundario las prevalentes necesidades espirituales de la comunidad y de sus miembros
A. MARTINEZ CUESTA, “En torno al carisma agustino recoleto” en Recolletio, 7, 1984, 2

            Reconociendo la importancia fundamental de estos cuatro elementos en la formación y en la configuración del carisma de la Orden, se pueden indicar los elementos que hoy pueden estar influyendo de una manera más clara en nuestro carisma, sin dejar por ello de mirar siempre al origen carismático de nuestra fundación.
            - El Concilio Vaticano II, la reflexión teológica posterior sobre la vida religiosa y los documentos del Magisterio sobre la misma;
            - La repercusión de los cambios ideológicos y sociales y la influencia de los medios de comunicación en la  vida de las comunidades.

Las dos dimensiones constitutivas de nuestro ser:

- La espiritualidad agustiniana
            San Agustín imprimó su sello personal en la vida religiosa, encontrando para ello la inspiración en la sagrada Escritura. Se trata de una evolución que se mueve desde la ascesis personal a la comunidad de hermanos, y de una comunidad animada por los mismos sentimientos, a la consciencia de ser enviados a toda la Iglesia.

 El modelo de comunidad de Hch. 4,32, aglutina los cuatro elementos que san Agustín quiere ofertar a la comunidad: Ascesis y unidad de corazón, comunidad de bienes como acto liberador, el amor mutuo como prioridad, y la comunidad desde la perspectiva apostólica. San Agustín elige el ideal de la comunidad de Jerusalén como modelo y referencia para sus comunidades y la propone como una alternativa a las aspiraciones egoístas de la sociedad de su tiempo.
           
En la espiritualidad agustiniana la dimensión comunitaria está en el origen, es camino y es meta. Esta meta se alcanza entregándose al servicio de lo común y olvidándose de lo privado. Así se honra a Dios, a ese Dios al que el hombre encuentra en la contemplación, estado al que se llega por medio de la interiorización trascendida. Dios ha puesto su morada, no sólo en el corazón humano individual, sino también en la comunidad que forman quienes desean tener un solo corazón; y así, unánimes, dirigirlo hacia Dios.

Elemento primordial del patrimonio de san Agustín es la contemplación que es vida para Dios, vida con Dios, vida en Dios, vida de Dios mismo. El conocimiento y el amor de Dios, sin otra recompensa que el mismo amor, constituyen el ejercicio de la contemplación. La oración, tanto la litúrgica como la persona, tiene como fin ayudar al religioso a percibir la presencia de Dios en las almas de quienes viven en común. La oración en san Agustín es petición, diálogo y contemplación; en ella tiene singular importancia la escucha, estudio y meditación asidua de la Sagrada Escritura: “Cuando lees las Escrituras, te habla Dios; cuando oras, hablas tu a Dios” (En in ps 85,7)
“La humildad y la interioridad facilitan la oración continua, oración que surge del deseo y de los gemidos del corazón” (En in ps 85,7).

            Componente esencial de la espiritualidad agustiniana es su dimensión apostólica al servicio de la iglesia. Es una exigencia del amor de caridad. Las Constituciones ponen de relieve que la comunidad es apostólica y su primer apostolado es la comunidad misma.
            También hay que señalar como elemento importante la moderación ascética y la libertad del corazón en el uso  de las cosas.

Pero, ¿Qué es lo recoleto?.

            La Recolección agustiniana no es una Orden nueva sin una tradición y sin un pasado, ni es una ruptura con esa tradición y con ese pasado. Es un movimiento dentro de la Orden de san Agustín. El hecho de que actualmente sea una Orden con independencia jurídica dentro de la familia agustiniana no quiere decir que sea una desviación del agustinianismo ni una rama desgajada del tronco nutricio.
           
Nuestra espiritualidad nace de aquella famosa “Definición Quinta” del Capítulo de Toledo de 1588. Aquellos que quieren aceptar la Forma de Vivir escrita por Fr. Luís parten del principio que el fin del cristiano es la caridad, y como están dispuestos a alcanzarla con mayor perfección, quieren poner los medios ascéticos que entienden los conducirán a ello. Su blanco es el amor a Dios, y por tanto su cuidado principal ha de ser todo lo que más les encienda para lograrlo: el culto y las alabanzas, los sacramentos y el ejercicio de la meditación y oración: Se cantará con sencillez el oficio  completo en el coro; a la oración mental se le dedican dos horas al día; en ella se da preponderancia a lo afectivo sobre lo intelectual. Del amor a Dios nace la caridad con el prójimo, y así la paz de los religiosos entre sí es muy cierta señal de que el Espíritu Santo vive en ellos, por lo cual buscan atender como sumo cuidado todo aquello que les permita realizar este propósito. Para cumplir sus votos con pureza y perfección, dos cosas consideran necesarias, ánimo pronto y dispuesto y leyes bien ordenadas.
           
La Forma de Vivir contiene valores de clara ascendencia agustiniana: la interioridad y la vida común, con su expresión material, que es pobreza de cada religioso o desapropio. Hay que situar el documento en su época y tener en cuenta la sensibilidad creada por los movimientos espirituales del siglo XVI. Pero no podemos rechazarla, siempre será un punto de referencia en nuestra vida. Son nuestras primeras Constituciones y contiene el inicio del carisma recoleto. Será necesario traducir esa vida a nuestro mundo contemporáneo, a la luz de los nuevos documentos de la Iglesia, tal y como nos lo presentan las Constituciones actuales.
           
Muy unido a todo esto, estará la  dimensión apostólica, que es propia y constitutiva del carisma agustino recoleto. Ni siquiera en los inicios de la recolección, los conventos no renunciaron a la actividad apostólica, y muy pronto el fuego misional prendió  en ellos. El P. Angel Martínez Cuesta nos dice: “los recoletos no vieron incompatibilidad alguna entre el apostolado y la vida común, entre ascesis y el amor a las almas, entre el retiro del mundo y la presencia salvadora; mas bien creyeron que ambos polos de la vida religiosa son interdependientes y reciben aliento de un mismo núcleo o ecuador, que es el amor de Dios” (A. Martínez Cuesta, la Orden de Agustinos Recoletos. Evolución carismática, Madrid, Augustinus, 1988, 67.
           
            Tenemos el ejemplo de san Ezequiel Moreno, y de tantos religiosos con fama de santidad. Curiosamente, muchas horas de oración y de coro, estaban unidas a una entrega generosa a los demás en el apostolado.
           
            Hoy solemos poner excusas: El exceso de trabajo nos priva de la oración. Puede que en algún momento sea así. El religioso agustino recoleto, iluminado por el don del Espíritu Santo, tiene que saber conjugar ambos aspectos en su vida. Puede que a veces no sea tanto trabajo, sino otras cosas o actividades las que nos priven de hacer oración.
           
            Las Constituciones de la Orden expresan y concretan este ideal común de vida según nuestro peculiar carisma agustino recoleto. Este carisma constituido por el amor casto y contemplativo, el amor ordenado y comunitario y el amor difusivo apostólico, adquiere una dimensión de ternura y de calor humano en la devoción a la Virgen María, madre y prototipo del la Iglesia. Por tanto, hay que tener presente que todo intento de perfilar o profundizar nuestro carisma debe partir de las Constituciones. Ellas nos deparan las líneas maestras que, ciertamente, habrá que robustecer y embellecer con el recurso a otras fuentes.


Carácter contemplativo de la Orden.

            Las Constituciones inician el artículo segundo haciendo referencia al sentido agustiniano de la contemplación. “El religioso agustino recoleto busca a Dios y se entrega plenamente a él. “. Esta idea, fundamental en toda persona consagrada a Dios, se recoge en la cita agustiniana: “Vida con Dios, vida en Dios, vida de Dios mismo” (S 297,5)
           
            La tarea principal del agustino recoleto es el conocimiento y el amor de Dios, sin otra recompensa que el mismo amor de Dios. Toda la vida del religioso, traducida y puesta en marcha en multitud de proyectos, historias, trabajos... sólo tiene una finalidad: el conocimiento y el amor de Dios. Esta se constituye en tarea principal. Aquí es donde se ha de poner todo el interés, todo el cuidado personal para que pueda ser una realidad en cada consagrado. Se hace además alusión al sentido escatológico que tiene en sí misma la vida consagrada.

            El Número 10 profundiza aún más, poniendo como camino, como ideal de consagración a Cristo. “Cristo es la regla suprema y el camino que ha que seguir según el Evangelio. Se le sigue en cuanto que se le imita. Luego el ideal del agustino recoleto, se torna en algo tan grande y tan sencillo como tratar de imitar cada día a  Jesucristo.

            El número 11 continua colocando las bases del sentido contemplativo de nuestro ser agustino recoleto. “La vocación del agustino recoleto es la continua conversación con Cristo, y su cuidado principal es atender a todo lo que más  de cerca lo pueda encender en su amor”. Esta cita, tomada de la Forma de Vivir, nos vuelve a recordar el sentido contemplativo del ser agustino recoleto. Toda la dedicación, toda la búsqueda incesante, todo el ideal de vida se ha centrar en buscar continuamente a Dios y poner al alcance personal y comunitario todos los medios que sean necesarios para esto.

            “Sólo con la ayuda de Cristo, mediante la purificación por la humildad, puede el hombre recogerse y entrar otra vez en sí mismo” (Conf. 10, 40)

            En definitiva, la misma experiencia de búsqueda que tuvo san Agustín, es la que se nos propone como ideal de vida. Entrar en Cristo, reconocer a Cristo, reconocer nuestra identidad personal y en Cristo ser sanados y salvados.

            Será, pues, necesario, poner todos los medios suficientes para buscar a Cristo, rechazando todo aquello que no nos ayude a buscarle. Las Constituciones recogen repetidas veces la interioridad agustiniana como una realidad vital dentro del carisma y del elemento contemplativo.

            “Recolección es un proceso activo y dinámico por el que el hombre, disgregado y desparramado por la herida del pecado, movido por la gracia, entra dentro e sí mismo, donde ya lo está esperando Dios, e, iluminado por Cristo, maestro interior el cual el Espíritu Santo no instruye ni ilumina a nadie, se trasciende a sí mismo”.
           
            Se trata de hacer vida el mismo proceso que le llevó a san Agustín al encuentro con Dios. Un proceso que es dinámico, activo. Un proceso donde el religioso ha de ejercitarse cada día buscando a Cristo.

            Se trata a su vez, de una experiencia gozosa del Espíritu. Cada consagrado descubre su identidad plenamente en el encuentro con Dios. En Cristo se renueva, y esa renovación se traduce en un constante deseo de seguirle y a la vez imitarle. Ahí está “esa belleza tan antigua y tan nueva” de la que no habla san Agustín en las Confesiones. Es a la vez anticipo de ese deleite por el cual suspira todo creyente: la búsqueda de Cristo que se pacifica en la contemplación de la Verdad.

            A través de la contemplación, el agustino recoleto encuentra a Dios, y como más tarde veremos, encuentra también a los hermanos.

            Las Constituciones destacan varios elementos  que nos ayudan a fortalecer el espíritu de contemplación, espíritu y ejercicio de oración; “espíritu de penitencia y de continua conversión; manifestación de ese mismo espíritu en las obras externas por las que aparece lo que hay dentro”. Esta cita está tomada de la Forma de Vivir.

            El religioso agustino recoleto es un hombre enamorado de Dios. Esta tiene que ser nuestra ocupación esencial, y la que más cuidado hemos de tener, si queremos que el resto del carisma se difunda adecuadamente.

            El número 13 explicita claramente la necesidad de una ayuda externa para poder  conseguir ese fin. “La organización externa de la Orden debe favorecer la paz interior, el silencio del espíritu, el estudio y la piedad; de modo que, en medio de las cosas de las que se usa por necesidad transitoria, el religioso mantenga el coloquio con Dios.

            Tenemos que cuestionarnos seriamente esto, tenemos que examinarnos acerca de esta realidad. Si ponemos cuidado en  esto, alcanzaremos el ideal por el cual hemos entregado toda una vida. De lo contrario nos estaremos privando de la experiencia gozosa del Espíritu que Dios nos ofrece.


                       
            El número 30 de la Vita Consecrata, nos da algunas pistas para hacer realidad adecuada del sentido contemplativo de nuestra vida. “La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de la adoración ante la infinita trascendencia de Dios: “Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia adorada: la teología para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor  y perdón Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra. Esto comporta en concreto una gran fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempo dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales” (VC 38)

            En referencia a todo esto, me atrevo a lanzar algunas ideas.  Es correcto cuidar una serie de elementos importantes en nuestra vida de comunidad, pero creo que nos podemos pasar, en muchas ocasiones, al otro extremo, dejando a un lado valores trascendentales en nuestra vida consagrada. Los grandes maestros de espíritu, el mismo Evangelio nos hablan continuamente de una vigilancia en los camino de Dios. Necesitamos, hoy más que nunca, cuidar nuestra dimensión contemplativa como agustinos recoletos. Sólo así podremos expresar ante la Iglesia y ante la sociedad lo que realmente somos y vivimos.  Hoy necesitamos también de una vida ascética que nos ayude a permanecer vigilantes en nuestro santo propósito, en el don inmenso que es la vocación.
            “Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la Iglesia y del propio Instituto. Ellos han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad. La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de la naturaleza humana herida por el  pecado, es verdaderamente indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la Cruz. “ (VC 38)
           
Juan Pablo II, en la exhortación apostólica, también nos invita a permanecer vigilantes acerca de algunas nuevas tentaciones que amenazan directamente al consagrado de nuestros tiempos, amenazas, y posibles peligros los cuales nos afectan también a nosotros: “Es necesario reconocer y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia del bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la sociedad moderna para responder a sus desafíos puede inducir a ceder a las modas del momento, con disminución del fervor espiritual o con actitudes de desánimo” (VC 38).
           
De ahí la necesidad, desde el Espíritu de nuestras Constituciones , “de un renovado compromiso de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección “ (VC 39)

            Los textos agustinianos que presentan las Constituciones acerca de la vida contemplativa son pocos. El primero de ellos hace referencia a una definición de contemplación: “Vida para Dios, vida con Dios, vida en Dios, vida de Dios mismo”. Este texto se refiere más bien a la vida eterna, realidad que esperan alcanzar los bienaventurados. Si lo aplicamos a lo que podríamos llamar un deseo de oración en el religioso, estaría mejor utilizado. La contemplación aparece aquí más como meta, como deseo, como ideal.
           
            Puede ser más acertada, y está más en la línea y experiencia del santo, los textos que aparecen en el número 11. Estos textos se refieren al proceso de interiorización, como el camino de contemplación propiamente agustiniano. “El hombre, por la soberbia se aparta de Dios; cae en sí mismo y resbala hacia las criaturas” (De Trin 10,5,7). “Sólo con la ayuda de Cristo, mediante la purificación por la humildad, puede el hombre recogerse y entrar otra vez en sí mismo” ( Conf. 10,40).
           
            La contemplación, entendida desde san Agustín y tal como la presentan nuestras constituciones, es un proceso dinámico que desde la purificación moral va ascendiendo a la contemplación de la Verdad. En la Regla, el “In Deum” con el cual culmina san Agustín el artículo segundo, donde se propone el ideal monástico, podría ser la mejor expresión de la contemplación, “dirigidos hacia Dios”. El artículo 9 de las Constituciones hace alguna referencia a este dato, cuando habla de que “el agustino recoleto se siente referido a Dios como a fin último y único”.



            La identificación ente contemplación y amor castus, que se encuentra en el número 9, es algo muy agustiniano. Para san Agustín, amor castus es “aquello por lo nos unimos a Dios” (de Civitate Dei). En el comentario al salmo 72, dicho  amor castus es el amor a Dios por encima de todas las cosas. “Se hace casto un corazón; ya ama gratis a Dios, no pide otra recompensa de El. Quien pide a Dios otra recompensa fuera de él, queriendo servir a Dios sólo por ella, estima más lo que quiere recibir que al mismo Dios de quien lo pretende recibir. Entonces, ¿no hemos de recibir ningún premio de Dios? - Ninguno fuera de él mismo. El premio que da Dios es el mismo. Esto es lo que ama, esto es lo que aprecia; si amase otra cosa no sería amor castus” (En. in Ps 72, 32

            Así pues, el amor castus contempla el concepto de contemplación que se alcanza mediante la interioridad; de la dispersión de las criaturas, el hombre vuelve a sí mismo y se eleva hacia lo trascendente para amar a solo Dios con todo su ser

            . La vida de oración en nuestras Constituciones.

            Los números 64 al 83 están dedicados a la oración en la vida de la comunidad. “la contemplación, o amor castus, tiene fuerza de unión y es de por sí comunitaria; congrega a los hermanos, templos vivos de Dios, en comunidad de oración y  e culto, dentro del cuerpo místico de Cristo. “
           
            “la comunidad agustino recoleta es una comunidad orante y cultual. Cristo ora en nosotros, por nosotros y con nosotros.
           
            Esta dimensión cultual de la  comunidad la hace más viva y expresa con más autenticidad el misterio de Dios hecho hombre en Jesucristo.
           
            Cuando más sincera e intensamente cultiva la comunidad el espíritu y la práctica de la oración, con más propiedad merece ser llamada comunidad orante y cultual, y más eficazmente expresa la presencia de Cristo en la comunidad.
           
            Todo esto nos quiere decir que la persona consagrada, está referida plenamente a Cristo. A través de  la consagración religiosa expresamos nuestra identidad plena con él. La vocación consagrada se formula desde una llamada y una respuesta. Toda nuestra vida, mediante la profesión religiosa de los consejos evangélicos en la vida común, queda referida a Cristo. De por sí nuestra vida toda es ya una actitud cultual. Ofrecemos a Cristo el don de nuestra existencia, le otorgamos aquello que el Padre nos ha ofrecido.
           
            La comunidad, cuando se reúne para la celebración de la Eucaristía, para la alabanza de las horas, para la oración mental, está expresando dicha actitud cultual. De ahí que a lo largo de la jornada, en varios momentos, la comunidad, unida a la Iglesia esposa de Cristo, manifieste dicha actitud cultual. 

            La comunidad agustino recoleta vive de la Eucaristía. “Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad”. Las Constituciones recogen el planteamiento agustiniano en una doble vertiente: la celebración del sacramento, y la realización de la comunidad en el sacramento. “ Y para comer dignamente el Cuerpo de Cristo, los hermanos no descuiden ser cuerpo de Cristo. Háganse cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Porque del Espíritu de Cristo no vive sino el cuerpo de Cristo” (Cf Constituciones).
            Las Constituciones dan una gran importancia a la celebración del sacramento de la Eucaristía. Es expresión de la vida de la común. De ahí que la Eucaristía sea el acto principal de cada día, en el la comunidad de los hermanos se encuentra reunida ante el altar de Cristo y anuncia la muerte y resurrección del  Señor.
            San Agustín da mucha importancia a éste sacramento, como culminación de toda la iniciación  cristiana, hablando a los catecúmenos. La Eucaristía cierra el proceso de la iniciación en la fe.
            Pero decíamos que la comunidad vive de la Eucaristía y se hace en la Eucaristía. El gran ideal monástico de san Agustín, “Cor unum et anima una”, alcanza su plenitud de ser en la Eucaristía. La comunidad agustiniana se hace Eucaristía, puesto que cada uno de sus miembros, con su propia realidad, con su manera de ser, se une en el pan y en el vino consagrado. La Eucaristía, sacrificio de Cristo, descubre el verdadero rostro del Señor, y descubre el verdadero rostro de la comunidad. Ante Cristo, que nos congrega desde el amor, sólo podemos encontrar una única respuesta en nuestra vida: el amor. De ahí la importancia que nuestras Constituciones quieren dar a la celebración  de la Eucaristía.

            Posteriormente aparecen una serie de preceptos, pertenecientes al código adicional, sobre la celebración de la Eucaristía.
            Los textos agustinianos que centra éste apartado de las Constituciones, hacen mención a la Eucaristía, pero no a una forma de expresión orante agustiniana.

LA COMUNIDAD EN LAS CONSTITUCIONES

            El “amor castus”, negocio exclusivo del hombre con su Creador,  y relación íntima de la persona con Dios, no convierte al religioso en un solitario, sino que tiene fuerza de unión y es de por si comunitario. Cristo, Verdad y Bien encarnados congrega a los dispersos y los hace ser humanos por la comunión de la caridad. Dios se revela especialmente en el ejercicio del amor fraterno; así lo describe san Agustín: “el es quien habita en los suyos y éstos son su habitación. Porque los que viven en la casa de Dios son ellos también la casa de Dios” (S. 337,3).
           
            No hace mucha falta recordar que este matiz fraternal es una de las notas más característica del carisma agustino recoleto, que tanto han destacado muchas generaciones de religiosos, y por el testimonio de muchos fieles que así nos han visto y así han lo han afirmado.
           
            San Agustín nos insiste que recemos para poder llevar a la práctica aquel ideal que san Lucas refleja en los Hechos de los Apóstoles y que era la característica se la primitiva comunidad de Jerusalén. Nuestras Constituciones colocan dicha cita como punto de referencia para poder ser imitadores de tan gran realidad.
           
            La Lumen Gentium del Concilio Vaticano II nos dice que “la Iglesia es misterio de comunión y sacramento de unidad” (LG 1). En la comunidad agustino recoleta, todos somos hermanos, que tienen un sólo corazón y un sólo alma, que todo los comparten y tiene en común lo espiritual y lo material, podríamos decir.

            Nuestras Constituciones nos hablan de la  gran posesión común que es Dios; incluso que el alma de cada religioso es también posesión común. De aquí se deducen conclusiones importantísimas. La vida de cada hermano en la comunidad ha de ser vigilada y cuidada por todos. Si un hermano ofende a Dios, la comunidad es la que se siente también pecadora; si un hermano vive una entrega plena al Señor, la comunidad se alegra y recibe los frutos de esa santidad de vida. Tal  es la profundidad de todo esto, que es necesario meditarlo casi a diario para no perder el verdadero sentido de nuestra comunidad. De ahí que la corrección fraterna, practicada y acogida con humildad, ha de ser un instrumento que nos ayude a todos a crecer en santidad y en amor hacia los demás.

            La comunidad trata de expresar esa unidad de la Iglesia. “se pide a las personas consagradas, que sean verdaderamente expertas en comunión y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia de hombre según Dios”  (Caminar desde Cristo nº 28)
           
            Según Juan Pablo II, la “espiritualidad de comunión significa ante todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado, y además, espiritualidad de comunión significa capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, uno que me pertenece. De este principio derivan con lógica apremiante algunas consecuencias en el modo de sentir y de obrar: compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios; e saber dar espacio al hermano llevando mutuamente los unos las cargas de los otros. “ (Caminar desde Cristo nº 29) .
           
            Esta realidad eclesial, que como vemos destacan nuestras constituciones, tiene que constituirse en verdadero ejercicio de fidelidad a nuestro carisma recoleto. “En estos años las comunidades y los diversos tipos de fraternidades de los consagrados se entiende más como lugar de comunión, donde las relaciones aparecemos formales y donde se facilita la acogida y la mutua comprensión. Se descubre el valor divino   y humano de estar juntos gratuitamente, como discípulos y discípulas en torno a Cristo Maestro, en amistad, compartiendo también los momentos de distensión y de esparcimiento” (Caminar desde Cristo 29).

            Hoy día no podemos renunciar al fenómeno de la interculturalidad. Nuestras comunidades, cada vez son menos “uniformadas” en cuanto a la edad y a la procedencia de las personas. Algunas congregaciones han preferido todavía uniformarlas, para evitar posibles enfrentamientos, constituyendo comunidades con hermanos o hermanas de una edad más o menos semejante, o pertenecientes a una misma nación. Sin embargo, no sería agustiniano el que nosotros asumiéramos dichas realidades. El sentido eclesial que mana de nuestras Constituciones, nos animan a emprender nuevos retos. “Las comunidades multiculturales e internaciones, llamadas a dar testimonio del sentido de la comunión entre los pueblos, las razas, las culturas, en muchas partes son ya una realidad positiva, donde se experimentan conocimiento mutuo, respeto, estima, enriquecimiento” (Caminar desde Cristo 29).

            En esta línea del misterio de la comunión,  “la comunidad religiosa es manifestación palpable de la comunión que funda la Iglesia, y al mismo tiempo, profecía de la unidad a la que tiende como a su meta última” (Congregavit nos in unum nº 10)
           
            El Documento “Congregavit nos in umun”, llama a los religiosos “expertos en comunión”. Si esto es común a todos los religiosos, los agustinos recoletos nos tendríamos que llamar no sólo expertos en comunión, sino también maestros.
           
            Las Constituciones destacan como valor fundamental de testimonio agustino recoleto el que los hermanos son una sóla alma y un sólo corazón dirigidos hacia Dios. Este es el testimonio que ha de darse, como una fidelidad esencial al carisma recoleto. Si en esto no nos ejercitamos, estaremos atentando gravemente con nuestro carisma.
           
            A veces resulta penoso como no somos capaces de valorar esta gran riqueza que tenemos a nuestro lado que son los hermanos de comunidad. Cierto que la vida de comunidad en infinidad de ocasiones es una prueba para ejercitar la humildad y la caridad. De ello nos hablan también las Constituciones. Pero nunca podremos dejar de defender al hermano que comparte con nosotros un ideal de vida.
           
            A veces también se prefieren a otras personas que no forman parte de la comunidad, familias, amigos... En ocasiones se sitúan en un plano muy por encima del plano comunitario. Incluso llegamos a compartir experiencias humanas y espirituales de una manera mucho más profunda que en la  comunidad misma. Si esto sólo lo hacemos con la gente seglar que nos acompaña, nos indica que algo muy serio esta pasando en la comunidad, entre los hermanos, en la vida misma.
           
            Muchas veces, como ejecutivos cansados de una jornada laborar, nos sentamos en nuestras confortables salas de recreo, para buscar ansiosamente noticias, programas de televisión, deportes... Y no es que esté mal, lo será cuando  día tras día, año tras año, no nos vamos dando cuenta de lo que significa la vida de comunidad. “Ordena lo externo, fiel trasunto de lo interior, al servicio del Espíritu de Cristo, que la vivifica para su cuerpo”. (Const. nº 20).

            La comunidad agustino recoleta ha de manifestar una realidad de paz y de concordia. Este es el buen olor de Cristo que brota en el corazón de cada comunidad. Nos dice Vita Consecrata, que “todos los religiosos, queriendo poner en práctica la condición evangélica de discípulos, se comprometen a vivir el mandamiento nuevo del Señor, amándose unos a otros como El nos ha amado. El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la Cruz. De modo parecido entre sus discípulos no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal como es, sin juzgarlo, capacidad de perdonar hasta setenta veces siete”  (VC 42).

            Así mismo, se nos insiste a ponerlo todo en común, incluso las tareas apostólicas. Como agustinos recoletos, desde la comunidad, tenemos que compartir nuestro trabajo apostólico. Qué testimonio damos de unidad a la Iglesia cuando trabajamos en una misma dirección. Cuando existe ayuda y colaboración entre unos y otros. Esto siempre ha sido una característica esencial entre los frailes recoletos, pero hay que tener cuidado, puesto que existe cada vez, y con más fuerza, la tentación del individualismo. La comunidad  tiene que hacer frente a dicha tentación creando espacios cada vez más sinceros, donde se abran nuevos horizontes en el compartir, desde Cristo, todos juntos una tarea.





            Este es el camino que nos señalan las Constituciones: los hermanos se aman, se honran recíprocamente, se entregan y sirven, se soportan y perdonan, se corrigen, se ayudan y tratan con delicadeza. Conviven en amistad, dialogan en clima de confianza, socorren a los enfermos, consuelan a los desanimados, se complementan y alegran con los triunfos del otro. Esta paz y concordia entre los religiosos son señal cierta de que el Espíritu Santo vive en ellos, y de tal comunidad fluye por doquier el buen olor de Cristo, por lo que debemos atender a este propósito.

            En estos tiempos de crisis vocacional, tal vez estemos necesitando presentar unas comunidades donde se vivía mejor todo esto que dicen nuestras constituciones. Qué buen reclamo vocacional sería el ofrecer comunidades de hermanos, que desde su sencillez, desde su pobreza, intensan amarse cada día desde Cristo.
            Es muy importante este dato, sólo desde Cristo se pueden amar los hermanos. La amistad, a la cual no exhorta san Agustín en la Regla, no es una amistad carnal sino espiritual. En la vida de comunidad hemos de ejercitarnos continuamente en esa autotrascendencia para poder valorar y aceptar al hermano desde Dios. Este sería un gran reclamo para todos aquellos que quieran vivir nuestra vida.

            Las Constituciones recogen este santo propósito de la comunidad, como un regalo del Espíritu, como un don. No es una imposición, es un don muy preciado que nos ofrece a todos los agustinos recoletos.

            Hay un elemento que en las Constituciones puede echarse de menos en la presentación del carácter comunitario; es la Eucaristía. Esta e presenta en una línea agustiniana en los nn. 64, 67 y 151, hablando de la comunidad. Pero san Agustín dice algo más, él pone en relación directa el ser de la comunidad con la Eucaristía, y precisamente a través del término casa del salmo 67.

            “discutían entre sí los judíos, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Altercaban, es verdad, entre sí, porque no comprendían el pan de la concordia, y es más, no querían comerlo; pues los que comen este pan no discuten entre sí: somos muchos un mismo pan y un mismo cuerpo. Por este pan hace Dios vivir en su casa de una misma manera” (In Io. Ev. 26)



CARACTER APOSTÓLICO DE LA ORDEN

            Cuando hablamos del carácter comunitario de la Orden, sin darnos cuenta estábamos tratando ya la dimensión apostólica de nuestro carisma. El religioso contemplativo y comunitario es apóstol generoso y eficaz, porque lleva dentro de sí el amor, cuya esencia es dar y comunicar, cuyo impulso natural es extenderse entre los semejantes para robarlos a todos para Dios. Esta es la llamada de la caridad, a la cual  nos insta de una manera  clara el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
           
            Tal vez, en ningún otro artículo de nuestras constituciones aparezca tan evidentes el carácter de “conventuales de vida mixta” que conviene a nuestra Orden. Somos una comunidad, sometida a las propias observancias regulares y  bajo la autoridad del Prior, que conjugan la interiorización con el apostolado, el “otium sanctum” con el negotium iustum”, la sed de la verdad y de conocer y descubrir la voluntad de Dios en las Escrituras, con el servicio de la predicación apostólica.

            Siguiendo a san Agustín, forma parte de nuestro carisma la integración armónica de la acción y la contemplación. Aunque él siempre  prefirió la paz del monasterio, nunca se negó a las necesidades de la Iglesia, que, como sabemos, fue un gran pastor solícito del rebaño encomendado.
           
            El carisma de la Orden, nace en el amor contemplativo, para posteriormente unir las almas y los corazones en la comunidad. Está realidad, este flujo carismático suscita el amor y la entrega hacia los demás.
           
            Las Constituciones en el  número 23 recogen los elementos doctrinales que dan la base para realizar el carácter apostólico de la Orden. Parte del amor que se manifiesta en las tres Personas divinas, para después desarrollar los distintos elementos que caracterizan nuestro apostolado.
           
            El religioso, cuanto más participa del conocimiento y del amor de Dios, con más fuerza tiende a difundir entre sus semejantes ese conocimiento y ese amor. Esto nos da pie para destacar la importancia de la oración y del amor a Dios en el religioso. Sabemos que cuanto más grande es ese amor, más fecundo es el apostolado.

Importancia del amor.

            “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena (...) se levanta de la mesa(...) se peso a lavar los pies de los discípulos y a secárselo con la toalla con que estaba ceñido” (Jn 13,1-2.4-5).
           
            “En el gesto de lavar los pies a sus discípulos, Jesús revela la profundidad del amor de Dios por el hombre: En él, Dios mismo se pone al servicio de los hombres. El revela al mismo tiempo el sentido de la vida cristiana y, con mayor motivo, de la vida consagrada, que es vida de amor oblativo, de concreto y generoso servicio. Siguiendo los pasos del Hijo del hombre, que no ha venido a ser servido sino a servir, la vida consagrado se ha caracterizado siempre por este gesto” (VC 75)
           
            Esta cita de Vita Consecrata, nos reafirma en el principio del amor, como elemento fundamental de todo nuestro apostolado. Nuestra Orden, en todos los momentos de su historia, y en la actualidad, ha “lavado los pies”, se ha puesto al servicio de muchos hombres y mujeres de la tierra para animar su vida humana y suscitarles y  acompañarles en la fe.
           
            El religioso, pues, contemplativo y comunitario es apóstol generoso y eficaz, porque lleva dentro de sí el amor, cuya esencia es dar y comunicar, cuyo impulso natural es extenderse entre los semejantes para robarlos a todos para Dios, para Cristo. Esta cita agustiniana que recogen nuestras Constituciones bien se puede coronar con otra en la cual, el amor al prójimo consiste en ayudarle a amar a Dios “ Es imposible que el que ame a Dios no se ame a sí mismo. Así pues, te amas a ti saludablemente cuando amas a Dios más que a ti mismo. Y lo que haces contigo lo has de hacer igualmente con el prójimo, esto es, que también él ame con perfecto amor a Dios. Pues no le amarás como a ti mismo si no te esfuerzas por llevarlo al mismo bien al que tu aspiras” De moribus eclesiae catholicae et de moribus manichaeorum 1, 48-49.
            De aquí se desprende que el objeto central de nuestra dimensión apostólica, como también de nuestra dimensión comunitaria, entendida ésta como un apostolado, es enseñar a amar a Dios.

            El religioso está siempre dispuesto al servicio de los hombres y de la Iglesia según el carisma de la Orden. Aquí podemos descubrir, como el “amor difussivus” se ha extendido a lo largo de la historia de la Orden, como una llamada de la misma Iglesia, y de la sociedad, para que seamos, ante todos, apóstoles generosos e intrépidos del amor, y en el amor va unido el perdón, la misericordia, la comunión, la fraternidad... Elementos que pertenecen al carisma agustiniano y que  la llamada de la Iglesia nos está invitando constantemente a realizar.

            El número 24 concreta como es la vida del agustino recoleto: contemplativa y activa. Ambos aspectos se integran y se complementan. La contemplación ayuda a la acción y la acción a la contemplación. Ambas son para la Iglesia manifestaciones vitales de un mismo amor.
           
            La Forma de Vivir, el texto primitivo de nuestras constituciones, donde aparece el modelo de vida que los agustinos recoletos quieren seguir, intenta establecer una ideal donde , a través de las leyes, se ordena la vida de la comunidad en torno a la oración, a la vida de la misma comunidad, con los rasgos monásticos que sabemos que tiene, y al apostolado. A lo largo de la historia, sobre todo tras la desamortización, la Orden, sin perder su identidad primera, refuerza el carisma con la fuerza del apostolado misional.

            Los hermanos de la  comunidad, prosigue el número 24, se ayudan mutuamente en la acción y en la contemplación. Esta es una de las características esenciales de nuestra vida como recoletos. No sólo la comunidad se ha de ayudar en la oración, en la búsqueda de Dios, sino también en el apostolado. Este número es una llamada para que nuestro trabajos apostólicos sean de la comunidad, no sean exclusivos de un religioso o de otro. A lo largo de nuestra vida hemos acertado en ponerlo en práctica. A veces hemos tomado un camino equivocado y hemos podido dejar al hermano sólo al frente e un determinado trabajo o tarea apostólica. Nuestras Constituciones nos recuerdan más adelante que ningún religioso busque un determinado apostolado para su bien, sino que nazca de la misma comunidad. 

            El número 25 comienza haciendo referencia a dos realidades carismáticas: la primera que la comunidad es apostólica, y el primer apostolado de la comunidad es la comunidad misma. La doctrina agustiniana sobre la comunidad y el monacato valora la vida misma de la comunidad como un apostolado, como una dedicación exclusiva.
           
De ahí la importancia que tiene la vida de comunidad, y el valor apostólico que la vida misma en sí tiene. Como dicen las Constituciones, la comunidad dedicada a la oración y a la práctica de las virtudes, es ya una obra apostólica. 
           
            “Este testimonio de las personas consagradas tiene un significado particular en la vida religiosa por la dimensión comunitaria que la caracteriza. La vida fraterna es el lugar privilegiado para discernir y acoger la voluntad de Dios y caminar juntos en unión de espíritu y corazón” (VC 92)
           
            El mismo número 92  de la Vita Consecrata dice más adelante que “la vida de comunidad signo, ante la Iglesia y la sociedad, del vínculo que surge de la misma llamada y de la voluntad común de obedecerla” (ibidem).
           
            El número 25  propone más adelante, como tarea de la comunidad, el gozo de poder anunciar el Evangelio de Jesucristo a todas las gentes. Por ello, la comunidad, atenta siempre a las necesidades de la Iglesia, busca el lugar y el modo de ser más útil al servicio de Dios.
           
            A lo largo de la historia de la Orden hemos ido descubriendo cuales han sido las características de nuestro apostolado. Han surgido, la mayoría de las veces, mediante la llamada de la Iglesia. En los tres primeros siglos de la recolección, donde prevalecía más el carácter contemplativo y comunitario, las labores encomendadas se centraban únicamente en las ministeriales y educativas. En el último siglo y medio, la labor misional ha ido cobrando más fuerza. Hoy día, ante la llamada de la sociedad y de la Iglesia, tendremos que estar atentos  a la llamada del Espíritu  para descubrir cuales son los campos en los que se nos necesitan.
           
            Vita Consecrata propone a los religiosos una serie de areópagos para la acción misionera y apostólica: tales como la educación, la evangelización de la cultura, presencia en el mundo de las comunicaciones sociales, el diálogo ecuménico, el diálogo interreligioso, y sobre todo, una idea que Juan Pablo II destacó con mucha importancia:  la respuesta a quienes buscan a Dios. “Las personas consagradas tienen el deber de ofrecer con generosidad acogida y acompañamiento espiritual a todos aquellos que se dirigen a ellas, movidos por la sed de Dios y deseosos de vivir las exigencias de su fe.” (VC 103)
           
            El número 26, cuya importancia radica en la cita de san Agustín: ”Somos siervos de la Iglesia del Señor y nos debemos principalmente a los miembros más débiles, sea cual fuere nuestra condición entre los miembros de este cuerpo” De opere monachorum 29,37 . Sabemos el deseo que tenía san Agustín de vivir en el monasterio dedicado al trabajado, a la oración y al estudio de las Escrituras. Sin embargo, las múltiples ocupaciones eclesiales le hacen padecer los mismo sentimientos del Apóstol Pablo: sufrir con los que sufren, padecer con los que padecen... En el término “débil”, el trata de englobar a los que más necesitan de su ministerio, a aquellos que más requieren de su cuidado y atención.
           
            Esta es también una llamada para nosotros dentro de nuestro campo apostólico. Miembros débiles hay muchos. No sólo los pobres materialmente hablando, aquellos que carecen de lo necesario para una  vida digna, hoy día asistimos a nuevos tipos de pobrezas en nuestro mundo: la marginación, la soledad, la ancianidad, la falta de valores, la falta de fe...A imitadores de san Agustín, tenemos que acompañar a aquellos y aquellas que más nos cuestan, que nos pueden resultar más incómodos o más difíciles. En nuestra Europa hoy estaríamos hablando de los jóvenes, de la catequesis que para ellos se propone. Les invito a leer este número 29, 37, descubramos en nuestro Padre el deseo y el coraje, a pesar ya de su cansancio y enfermedad, de trabajar con los miembros más débiles.

            El número 27 vuelve a valorar de nuevo la interiorización  “otium sanctum”, en terminología agustiniana, como un elemento esencial en la tradición monástica agustiniana. Desde siempre, la orden se ha caracterizado por el apostolado de la investigación y la profundización  en las obras de san Agustín y de otros santos de la Orden. Las Constituciones parecen ampliarlo más hacia otros campos. Ponen como característica la búsqueda de la Verdad al servicio de la Iglesia.
           
            El documento “caminar desde Cristo nos dice al respecto” que hace falta promover en el interior de la vida consagrada un renovado amor por el empeño cultural que consienta elevar el nivel de la preparación personal y favorezca el diálogo entre mentalidad contemporánea y fe, para promover, también a través de las propias instituciones académicas, una evangelización de la cultura entendida como servicio a la verdad. En este perspectiva, resulta más que oportuna la presencia en los medios de comunicación social”. (Caminar desde Cristo nº 39

            Esta característica, tan agustiniana, tan recoleta, ha se ser mantenida por cada uno de los religiosos como un elemento esencial de crecimiento y maduración en la fe. La vida de la comunidad tiene que contar con tiempo suficiente para dedicarse a la oración y al estudio de los libros sagrados. Esto ha de ser esencial en nuestra vida recoleta. No podemos confundir el “otium sanctum” con otras formas de pseudo recogimiento. En esto tenemos que ser claros y no engañarnos. Se trata de dedicar tiempo suficiente a nuestra formación personal, desde la búsqueda y conocimiento de Dios. “Arrebata a los siervos de Dios la sed de la Verdad y de conocer  y descubrir la voluntad de Dios en las sagradas Escrituras” Epist. 243,6,.

            El número 28, con el que se cierra este apartado dedicado al carácter apostólico de la Orden, recoge,  de alguna manera lo que la misma comunidad agustino recoleta aspira a ser. Es decir el sentido escatológico de nuestra vida consagrada. Si leemos la obra de san Agustín “de opera monachorum”, nos daremos cuenta de las múltiples tribulaciones que él vivió ejerciendo su ministerio espiscopal. Sin embargo, siempre se sentían acompañado del amor de Dios, y esperaba gozar con él de la gloria eterna.

            Unida a la vida de oración, san Agustín ve necesaria una ascesis, sin la cual no puede haber un camino espiritual serio. El hombre viejo necesita ser continuamente renovado a través de un dominio de sí mismo y de sus pasiones. La ascesis agustiniana no es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar la santidad de vida. La Regla nos habla de una vida austera, pobre… “mejor es necesitar poco que tener mucho”. Una vida donde las cosas se usen por necesidad transitoria. San Agustín conoce muy bien como el corazón del ser humano se apega a las cosas, y las cosas se hacen dueñas de la vida del monje. De ahí la necesidad de una ascesis liberadora, que rompa las ataduras que posee el corazón del ser humano.

            Elemento característico de la espiritualidad agustiniana es el apostolado. San Agustín, en un primer momento, quiere expresar en sus monasterios una vida dedicada continuamente a la oración, la trabajo y al estudio, desde el amor a Dios y a los hermanos. La primera tarea apostólica que propone es la comunidad en sí misma. Lograr esa unidad, en grupos tan variados y variopintos como se establecían  a veces en los monasterios fundados por el santo, no era tarea fácil.
Sin embargo, va a ser la llamada de la Iglesia, la que va a suscitar en la espiritualidad agustiniana la dimensión apostólica. Agustín, y sus monjes, atienden, siempre que eran llamados, a esas necesidades apostólicas.





La Lectio Divina en San Agustín









1. Disposiciones para la oración.

• La Escritura, don de Dios.

            Dios se manifiesta a través de su Palabra que es la Sagrada Escritura. La experiencia de su vida, releída a la luz de la Escritura, desde el momento de la conversión y del encuentro con Dios, le animan a ir leyendo las situaciones dinámicas de su existencia desde la Palabra. El encuentra en la Escritura la respuesta y el interrogante ante su existencia. Esta se le presenta como don de Dios, de una manera especial en los salmos, donde Dios hace que él pueda leer su vida en las citas de la Biblia.

¿Dónde estaba por espacio de tantos años mi libre albedrío, y de qué bajo y profundo arcano fue evocado en un momentos, para que yo sujetase mi cuello a vuestro yugo suave, y mis hombres a vuestra carga ligera? 1IX,1

            Así pues, la Escritura, la Palabra de Dios irrumpe en el interior de su corazón para ir preparando su vida al encuentro con Dios, maestro de vida interior. Esto mismo sucede en la Lectio divina, donde el corazón se prepara, ayudado por la lectura de la Biblia, al encuentro con Dios que habla al interior del creyente, y le transforma.

- Humildad.
           
Para Agustín la humildad siempre será el camino directo para el encuentro con Dios. Mas vos, oh Señor, bueno y misericordiosos; y vuestra diestra mirando la profundidad de mi muerte, y agotando el abismo de podredumbre del fondo de mi corazón. IX,1. Esta actitud de arrepentimiento sitúa el corazón de san Agustín ante Dios desde la perspectiva de la humildad. La humildad se hace necesaria para que la criatura encuentre a su hacedor. Así quiere hacer suyas las palabras del profeta Isaías, afirmando que con internos acicates me domasteis, y de que modo allanasteis, humillando los montes y collados de mis pensamientos, y enderezásteis mis tortuosidades, y suavizásteis mis asperezas. IX,4.
           
El amor de Dios contagió también a los que estaban junto a él en la incesante búsqueda. Alipio, su íntimo amigo, fue también cautivado por la gran misericordia de Dios. Y de qué manera sometísteis también a Alipio, hermano de mi corazón, al nombre de vuestro Unigénito, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, nombre que antes se desdeñaba de insertarlo en nuestro escritos; porque más quería que oliesen a los cedros de las Escuelas, que ya el Señor había quebrantado. IX,4.
            Así pues, la humildad aparece como la primera virtud para el encuentro con Dios en la oración. El ejemplo de san Agustín suscita el deseo de encontrarse con Dios en la oración.

- Conversión del corazón.

            El salmo número 4, aparece repetidas veces comentado en este Libro IX  de las Confesiones. Uno de los versículos del salmo dice: Hijos de hombres, hasta cuando seguiréis pesados de corazón? ¿ Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?. Porque yo había amado la vanidad y buscado la mentira. Ps 4,3; IX,9.
           
Al igual que en el encuentro de Dios con Agustín, éste le pide una conversión del corazón, también en la dinámica de la lectio es necesaria una conversión del corazón a Dios. Transformar el corazón duro, pesado, mal oliente por el fruto de los pecados, por el corazón libre, limpio, disponible para la escucha. El ejemplo de Cristo que reconcilió el corazón del Padre con el todos los hombres, es modelo de verdadera conversión del corazón. Mas Vos, Señor, habíais ya engrandecido a vuestro Santo, resucitándole a vuestra derecha. Ef, 1,20 IX,9.

- Ascesis y purificación.

            El camino de la humildad y de la conversión del corazón, necesariamente han de pasar por la ascesis, que es el trabajo activo del creyente, para conseguir un mayor dominio de su humanidad, y avanzar por los caminos del Espíritu. El proceso de conversión en la vida de Agustín pasó también por caminos de ascesis.
           
La renuncia de la cátedra magisterial supone un desprendimiento de una tarea que le daba bastante fama y prestigio, para tomar en sí el corazón humilde, sencillo, propuesto por Dios en el evangelio de Jesucristo. Agustín quiere abrazar el estilo de vida del reino. Dios se lo manifiesta y por eso desea poner todo de su parte para volver al camino de Dios. Los ejemplos de vuestros siervos, que de negros habíais tornado resplandecientes, y de muertos vivos, recogidos en el seno de nuestro pensamiento, abrasaban y consumían nuestro grave torpor para que no volviésemos  a las cosas bajas, y poderosamente nos encendían, tanto que todo soplo de contradicción por parte de las lenguas engañosas, podría más violentamente inflamar nuestra llama, no extinguirla.  IX,2,3.
           
Así pues, a través de estos ejemplos descubrimos la necesidad de una ascesis interior para propiciar el encuentro con el Dios revelado.


2. La Escritura, verdadero alimento del creyente.
           
Un punto que a san Agustín le gusta recordar es este: la Palabra de Dios, la Escritura es pan, alimento del cristiano. esta forma de presentar la palabra la coloca en íntima relación con la Eucaristía, en cuya celebración se proclama con solemnidad. este acercamiento es fácil de hacer, pues la Eucaristía es el Cuerpo de Cristo, y éste es el Verbo encarnado, la palabra hecha carne. Así pues, para san Agustín la celebración litúrgica es el lugar natural de la palabra a donde debemos acudir para tomarla el pan de la palabra se coloca en la mesa. In Io Ev. 34, 1, y así participar en el banquete de este pan, el manjar más dulce. Ahora bien, nunca olvida la preparación y la buena disposición, porque para poder comerlo se necesita purificar el espíritu: necesitamos tener sano el paladar del corazón , In Io. Ev. 7,2 amonesta a sus fieles.
           
La Escritura es el alimento del creyente. Diariamente la escuchamos en las asambleas litúrgica, como una preparación de la liturgia celeste; aquí participamos en el Cuerpo de Cristo, allí seremos comensales en el banquete de las bodas del cordero: Cuando pedimos pan, recibimos con él todas las cosas. Lo que yo os expongo es el pan de cada día. Pan de cada día es escuchar diariamente las lecturas en la iglesia; pan de cada es oir y cantar himnos. Cosas todas que son necesarias en nuestra peregrinación ¿Acaso cuando lleguemos allá hemos de escuchar la lectura del códice? Al Verbo mismo hemos de ver, a él oiremos, él será nuestra comida y nuestra bebida como lo es ahora para los ángeles. S. 57, 7

           
3. El Espíritu Santo, guía de la oración.

            Agustín concede una gran importancia al Espíritu santo en la oración. Por eso su invocación debe iniciar los primeros momentos de este ejercicio. Pero, sobre todo, no podemos olvidar que la iniciativa parte de Dios, pues la misma oración es ya un don suyo que nos lo inspira  a través del Espíritu Santo.
            San Agustín llama al Espíritu Santo doctor interior Ep 184 A 1, ya que sólo El es quien nos capacita para entender la Escritura y poder orar como conviene.

1. Lectura.

            La lectura significa el primer encuentro con el texto que se va a orar. Lo que se pretende en la lectio es el conocimiento del texto hasta llegar a familiarizarse lo más posible con él, repitiendo su lectura cuantas veces haga falta. En este ejercicio san Agustín aconseja tener en cuenta varios elementos:

1. Oscuridad de la Escritura.

            Aunque a veces la Escritura pueda parecer muy clara, sin embargo suele ser difícil de comprender; es necesaria la ayuda divina: Ningún texto ofrece dificultad si ayuda el Espíritu. Ayúdenos él por vuestras oraciones, pues el mismo deseo de querer comprender es ya una oración a Dios. De él, pues, conviene que esperéis la ayuda. S 152, 1
            Nos detenemos en las lecturas que hace de su propia vida y en los textos que él mismo emplea. Vemos ahora aquello que lee Agustín.

Para ello, podemos dividirlo en tres etapas o estadios. Estas tres etapas son fundamentales a lo largo de toda su vida, y serán piezas clave en su modelo de oración. En el libro noveno encontramos referencia clara a esto textos.
           
Porque me representa mi memoria, y me es dulce, Señor, confesároslo, con qué internos acicates me domasteis, y de que modo me  allanasteis, humillando los montes y collados de mis pensamientos, y enderezasteis mis tortuosidades, y suavizasteis mis asperezas. IX,4,7, cf Is 40,4. De esta manera, Dios se acerca a su corazón a través de la lectura de este libro del Profeta Isaías. Pero, sin duda alguna, es el salmo 4, al que menciona varias veces, el que suscita en su interior un deseo más vehemente de Dios. Los salmos son para él el centro de su vida espiritual y el camino más cercano para la relación con Dios. los salmos son fáciles de aprender. El canto frecuente de las estrofas, se hacía musicalmente cercano al oído, y desde el oído penetraba la profundidad de su mente hasta llegar a la conversión del corazón. ¡Qué voces os di, Dios mío, cuando todavía rudo en vuestro verdadero amor, y catecúmeno, veraneando en la Quinta con Alipio, leía los Salmos de David, cánticos de fe, acentos de piedad, que excluyen el espíritu de soberbia!. IX,4,8
           
Nos situamos en su etapa de catecúmeno, por ello la lectura y la meditación del salmo 4, producen en él verdaderos sentimientos de perdón y cercanía a la misericordia del Padre. El dolor que siente ante las afirmaciones maniqueas le hacen exclamar: Quisiera yo que entonces estuvieran en algún sitio cercano, y sin que yo supiera que estaba allí, viera mi semblante, y oyeran mis voces, cuando en aquel reposo leía el salmo 4, lo que obraba en mí aquel salmo: cuando os invoque y me oíste, Dios  de mi justicia; en la angustia me ensanchaste el corazón. Apiadaos de mí, Señor, y oíd mi oración”  IX,4,8.

            Son numerosas las citas bíblicas que hacen referencia a esta petición de perdón, únicamente enumeramos aquí algunas otras que aparecen en este libro número IX, la mayoría de ellas tomadas del salmo 4.  Ps 4,3 (8,9);  Ps 4,5 (8,10); 2 Cor 4,18 (8,10).

2. Búsqueda de Dios.

            El deseo de eternidad que manifiesta Agustín, se pone de manifiesto en la continua búsqueda de Dios en su vida. Es tan grande ese deseo, que sólo Dios puede frenarlo. Clave para entender su método de oración va a ser siempre la búsqueda de Dios, en todo momento, en toda circunstancia, en toda realidad.

            El hecho de la búsqueda está iluminado ya por la luz del Espíritu. Su mente puede ya conocer quien es el Dios que le ama y suscita tanto amor en él. Ya mis bienes caían  por de fuera, ni lo buscaba a la luz de ese sol con los ojos de la carne. Porque los que quieren gozar por de fuera, fácilmente se desvanecen y derraman en las cosas visibles y temporales. IX,4,10. La lectura de las cartas de san Pablo producen en él sentimientos de cercanía hacia la búsqueda no ya de otros bienes, sino de la verdad única y suprema que es Dios.
           
Esta búsqueda, oscura y difícil en otro tiempo, se convierte ahora en luz y salvación: Impresa esta en nosotros la luz de vuestro rostro, Ps 4,  Porque no somos nosotros la luz que ilumina a todo hombre, sino que somos iluminados por Vos, para que los que algún tiempo fuimos tinieblas, seamos luz en Vos Ef, 5,8 .IX,4, 10

3. Alabanza y acción de gracias.

            Esta actitud de alabanza y de acción de gracias aparece siempre en san Agustín.  En concreto, hay diversas actitudes de alabanza y de acción de gracias, pudiendo resaltar algunas. todas ellas caminan sin duda, hacia Aquel que ha obrado grandes maravillas en su amor. ¡Gracias a Vos, Dios mío! ¿De dónde y hasta dónde habéis traído mi recuerdo, para que os confesase estas cosas tan grandes, que por olvido me había callado! IX,7,15.
           
Al final del capítulo 7, eleva esta oración de acción de gracias, como otras muchas. El motivo era el traslado de los restos de dos mártires cristiano, Protasio y Gervasio, y el milagro de la curación de un ciego. Cualquier motivo de la misericordia de Dios, que el mismo Agustín descubre, es suficiente para entonar una plegaria de acción de gracias por la manifestación de su amor. Y con exhalar entonces tal fragancia vuestros perfumes, sin embargo, no corríamos en pos de vos. Por eso lloraba más entre vuestros cánticos e himnos, al principio suspirando por Vos. IX,7,15



4. Meditación

            A través de la palabra de Dios, San Agustín medita sobre los acontecimientos salvíficos de la obra de Dios en él y en la vida. A través de esos textos, san Agustín descubre la presencia de Dios revelado y cómo Dios se hace presente en los acontecimientos narrados a través de la Escritura.
           
Una vez que el texto se ha leído reiteradamente, teniendo en cuenta los aspectos literales, se pasa a la meditación. Ésta consiste en la reflexión y valoración de lo que en la lectura se ha encontrado. Agustín, desde su experiencia personal, aconseja tres actitudes necesarias.

1. Escucha interior respetuosa.
           
Al ser palabra de Dios, es necesaria la actitud respetuosa y orante ante la presencia de Dios; por esto san Agustín pide oraciones y ora al explicar la Escritura. la palabra hay que escucharla dentro para entenderla y después poderla comunicar. Pierde el tiempo predicando exteriormente la palabra de Dios quien no es oyente en su interior. S. 179,1. De ahí que la escucha interior sea el elemento clave: Oiré primeramente, oiré, y sobre todo, oiré lo que en mi interior habla el Señor Dios. En in Ps 49,23. En la regla también afirma y pide meditar en el corazón lo que se dice con la voz Regla 2, 3; en referencia al canto de la salmodia en la oración.

            La escucha interior lleva consigo el deseo de un conocimiento respetuoso del Dios que habita en el interior del creyente. Así pues, al escuchar la voz de Dios que habla en la Escritura, Agustín toma la actitud de vaciarse de las criaturas para dejar paso al Autor de la vida y de la salvación. Ya gustaba tanto dejarlas, cuanto antes temía perderlas. Vos las echabais de mí, oh verdadera y suprema suavidad; las echabais y en su lugar entrabaiss Vos, más dulce que todo deleite, pero no a la carne y sangre; más dulce que todo deleite, pero no a la carne y sangre; más claro que toda luz, pero más íntimo que todo secreto. IX,1,1.
           
Dios aparece en la vida de san Agustín como el ideal siempre buscado y anhelado. Su presencia será respetuosa y misteriosa.

2. La fe.

            la fe es necesaria como elemento esencial. Lo subraya utilizando Is 7,9: si no creéis no comprenderéis. Aplica esta misma idea a la lectura de la Escritura: La fe es el peldaño para la comprensión, y ésta es la recompensa de la fe porque también la fe tiene una especie de luz propia en las Escrituras. Todas estas lecturas que ahora se nos hacen son lámparas en la oscuridad. S 126,1.
           
El texto de Isaías, libro al cual hace referencia en este capítulo IX, lo conoció pronto. San Ambrosio le recomendó la lectura del profeta Isaías como preparación al Bautismo, libro que abandonó pronto por resultarle muy difícil. pero a éste pasaje si llegó , pero a éste pasaje si llegó, porque lo cita en  ya en el De lib.arb.1,1,2.
           
            Sólo a través de la fe podemos comprender el verdadero significado de los textos bíblicos, así como el poder descubrir la realidad divina que estos contienen. La fe es la luz que ilumina el contenido de las palabras bíblicas y las convierten en luz para la vida del creyente. ¡Oh si ellos viesen la Luz interna eterna, que yo, que la había saboreado, bramaba por no poder mostrársela si me presentan el corazón en sus ojos! IX,4,10. Quiere reprochar a todos los maniqueos que ocultan sus ojos a la verdadera fe en Cristo Jesús, Hijo de Dios. El también formó parte de aquella oscuridad y por ello lo manifiesta con fuerza en el siguiente texto:

Leía y me abrasaba, y no hallaba qué hacer por aquellos sordos.muertos, entre los cuales yo había sido una peste, un labrador amargo y ciego contra las Escrituras melifluas con miel del Cielo y resplandecientes con vuestra luz; y ahora contra los enemigos de estas Escrituras me repudia.
IX,4,11.

c) La caridad.

            También subraya como disposición fundamental la caridad: si no dispones del tiempo para escudriñar todas las páginas santas, para quitar todos los velos a sus palabras y penetrar en todos los secretos de las Escrituras, mantente en el amor, del que pende todo; así tendrás lo que allí aprendiste e incluso lo que aún no has aprendido. En efecto, si conoces el amor, conoces algo de lo que pende también lo que tu tal vez no conoces. En lo que comprendes de las Escrituras se descubre evidente el amor, en lo que no entiendes se oculta. Quien tiene el amor en sus costumbres, posee, pues, tanto lo que está a la vista como lo que está oculto en la palabra divina. S. 350,2.

            Este texto del sermón 350 subraya la doble vertiente de la oración como meditación o “lectio”: la búsqueda de Dios en la Escritura, conduce a la caridad y al amor sin límites.

            Hay que hacer mención, en el libro que nos corresponde a la muerte de Mónica, madre de Agustín. Los dramáticos momentos que aparecen en la escena, nos evocan el amor hecho oración e inflamado en ardiente caridad. Agustín llora ante la muerte de Mónica, puesto que se ha dado cuenta que Ella ha llorado antes por sus pecados. Y ahora, Señor, os lo confieso en este escrito, léa lo quien quiera, e intreprételo como quiera. Y si hallare pecado en que llorase yo por una exigua parte de una hora a mi madre recién muerta delante de mis ojos, a mi madre que por tantos años me había llorado delante de los vuestros, no se ría; antes, si tiene gran caridad, lloré el también por mis pecados a Vos, Padre de todos los hermanos de vuestro Cristo. IX,12,33.
           
La caridad esta unida a la misericordia puesta en Dios y a la vez trasmitida desde Dios. Agustín descubre la mano de Dios en la persona d su madre Mónica. Ella, con su oración insistente, hizo que Dios escuchara sus gemidos para otorgar la conversión a la fe. De ahí que san Agustín recalque repetidas veces la dimensión de la caridad unida a la oración. En el libro que nos atañe la oración, unida a la caridad, aparece reflejada en la persona de Mónica. Dios se sirve de la madre de Agustín para mostrar todo el amor y la cercanía hacia él. Esta dimensión de la caridad en la oración, claramente manifestada en los ruegos por su madre difunta, nos presenta la dimensión del amor que se realiza en todo aquel que se acerca a su corazón. Vos que tendréis compasión de quien la tengáis, y os compadeceréis de quien os compadezcáis. IX, 13,35




Sentido espiritual.
           
Lo fundamental en la lectura de la Escritura es encontrar el sentido espiritual que tiene el texto, porque dicho sentido es el que edifica la caridad: El sentido espiritual salva al creyente S. 350. Leer la Escritura carnalmente significa retroceder, no conseguir la utilidad a la que está destinada; esta se consigue mediante la comprensión del testo animado por el Espíritu. Para alcanzar el sentido espiritual, san Agustín suele emplear la  alegoría, que tiene un amplio significado:

a) Tipología. La alegoría incluye, en primer lugar, la tipología, es decir, el reconocimiento de que en las personas, cosas o hechos del Antiguo Testamento encontramos tipos proféticos de aquello que sucederá en el Nuevo. Los libros del Antiguo testamento, generalmente no se limitan a presentar hechos sucedidos, sino que también sugieren el misterio de aquello que sucederá después S.10,1.

b) Jesucristo. Toda la Escritura encuentra su unidad de fondo en Jesucristo. La Escritura debe ser entendida por los cristianos. . El Antiguo y el Nuevo Testamento se diferencian entre sí, pero están íntimamente unidos por el misterio de Cristo, de tal modo que Cristo esta velado en el Antiguo y desvelado en el Nuevo. Su muerte en cruz ha abierto la luz a todo lo escondido en el Antiguo Testamento. (1 Cor 3, 14-16).

            Así pues, la comprensión y la interpretación espirituales deben estar dirigidas  fundamentalmente a descubrir lo que cada texto dice de Cristo y de su cuerpo, la iglesia. Si en Cristo encuentra la Escritura su sentido pleno, éste debe realizarse en la Iglesia y en los cristianos.
           
Cristo aparece repetidas veces mencionado en el libro IX: Y de qué manera sometisteis también a Alipio, hermano de mi corazón, al nombre de vuestro Unigénito, nuestro Señor y Salvador Jesucristo. IX,4,7.
           
Hay que destacar en lo pocos textos referentes a Cristo, y que todos constituyen una oración de Agustín, la alabanza que brota del santo por la grandeza de Dios manifestada en Cristo, su Hijo. Destacar la infinita misericordia de Dios depositada sobre Jesucristo. ¿En qué se parece a vuestro Verbo, señor Dios nuestro, el cual permanece en sí sin envejecerse, y renueva todas las cosas?. IX,10,24.

Pero en definitiva Cristo es el mediador entre Dios y el hombre. Cristo intercede por el hombre para que éste llegue a Dios. Oídme por la Medicina de vuestras llagas, que estuvo pendiente del madero, y sentado a vuestra derecha, intercede con Vos por nosotros.  IX, 13,34.



           

La oración-meditación.

            La oración es la conversación con Dios en la que se le responde al Señor por todo lo que se ha vivido en la lectura y en la meditación. Es el momento de la alabanza, de la petición y de la acción de gracias por todo ello. La oración es fruto de esta lectura espiritual que pone en íntima relación con Dios.
            Este ejercicio de lectura y oración, si es continuo lleva al hombre a entablar una familiaridad cada vez mayor con el sentido profundo que tiene la palabra, a descubrirlo más fácilmente y a sentir más cercana la presencia de Dios que habla y enseña. De ahí que san Agustín, que ha vivido todo esto, muestra una confianza y familiaridad grande a la hora de explicar el sentido profundo de la oración cristiana.
           
Hablando de los salmos invita a cantar con inteligencia: nos enseña y amonesta a cantar con inteligencia, es decir, no vayamos a buscar el sonido del oído, sino la luz del corazón.  En, in Ps 46,9. Cantar con inteligencia es aplicarnos a nosotros mismos aquello que encontramos en la palabra orada; y para ello, dice, hemos de identificar nuestros sentimientos con los que ahí se expresen: ved cuán claras son estas cosas y conocedlas con nosotros, y en ellas alabad conmigo al Señor. Y si ora el salmo, orad, si gime, gemid; si se alegra, alegráos; si espera, esperad, y si teme, temed. Porque todas las cosas que se escribieron aquí son nuestro espejo o reflejo. En. in Ps 30 II s. Y además, en los salmos, encontramos los textos más apropiados para orar, pues para que Dios sea alabado perfectamente por el hombre, Dios se alabó  a sí mismo,; y porque dignó alabarse a sí mismo, por lo mismo encontró en el hombre el modo de albarle. En. In Ps 144, 1. Dios proporciona las palabras que tenemos que decir, Dios mismo nos da la respuesta. En la Escritura encontramos este camino de amor y de luz.

            El Libro IX expresa en sí mismo toda una realidad oracional y meditativa. El esquema expuesto anteriormente en el trabajo: perdón, búsqueda y encuentro de Dios, alabanza y acción de gracias, son empleados con frecuencia a lo largo de este libro de las Confesiones. la oración de Agustín es una oración, pues, que gira en torno  a estos tres elementos.

Orar desde los acontecimientos.

            Hemos llegado a la parte de la lectio llamada meditación u oración. El creyente que vive la realidad de la oración en su vida, suele concluir en esta etapa. Agustín no propone un método, personal, propio de su estilo para caminar en esta fase de la lectio divina.

1. Orar desde los acontecimientos a la luz de la escritura: Narratio.
           
La “narratio” agustiniana significa que la Palabra de Dios no es algo que esta anclado en el tiempo, o algo que sucedió sin un protagonismo mayor. la “narratio” siginifica que la Palabra de Dios continua operando en la vida del creyente y en la comunidad cristiana. El pasaje, por ejemplo, del libro Genésis: “Dios creó...”, continua siendo una realidad en la vida de cada creyente. De ahí que la Escritura sea para Agustín el centro de su oración y a través de ella, ore al Padre.

• Cambio de vida.

            Uno de los acontecimientos más significativos que encontramos en este libro es el cambio de vida, de rumbo en la vida de Agustín. Ha optado ya por el camino de la conversión, pero ahora debe encontrarse con una serie de consecuencias que se derivan de la conversión misma y que apuntan hacia un cambio radical en la vida. A la luz de estos acontecimientos el ora al Padre.

            ¿Quién era yo cómo era yo? ¿Qué no hubo de malo en mis hechos, o si no en los hechos, sí en los dichos, sí en mi voluntad?. Pero tú, Señor, fuiste bueno y misericordioso al explorar la profundidad de mi muerte y al desecar con tu derecha el abismo de mi canceroso corazón. IX, 1,1.

            Este breve detalle de la oración inicial del libro IX nos abre el camino para entender cómo su oración esta marcada directamente por su vida. Hasta este momento, el siente el dolor por los pecados, la búsqueda incesante de Dios y la acción de gracias unida a la alabanza por su conversión. Esta trilogía no la podemos olvidar.

• Cambio de trabajo.

            Agustín cambia de trabajo. Opta por dejar la cátedra. Quiere dedicarse plenamente al servicio de Dios. Hace  oración de todas estas realidades y acontecimientos. Tal es así, que aquejado de una enfermedad pulmonar, lo cual de dificulta dar adecuadamente las clases, ve la mano de Dios en estos acontecimientos y ora por la situación que le acontece. Pero desde el momento en que tomó consistencia en mí la firme resolución, tu lo sabes, Dios mío, de dedicar mi ocio a considerar a que tu eres el Señor, hasta llegué a alegrarme de que se me hubiera presentado esta excusa no fingida, que atempera el mal humor de aquellas personas que, en atención  sus hijos, pretendían que yo no gozara nunca de libertad.  IX,2, 4.
           
Esta idea de conversión y de cambio en los planes de vida, no es sólo vivida y experimentada por Agustín. Sus amigos más íntimos comparte también este gozo de sentirse tocados por el Señor, con gran deseo y actitud para cambiar de vida. La idea de la comunidad agustiniana empieza a forjarse en estos momentos, cuando el gran ideal de la búsqueda de Dios trasciende la misma realidad humana y abre a todos la
puerta del gran ideal de una alma sóla y un sólo corazón en torno a Dios, que es el verdadero y auténtico Señor de nuestras vidas.
Habías aseteado nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en nuestras entrañas. IX,2,3

• Verecundo y Nebridio.

            Estos dos amigos de Agustín, fueron arrebatados hacia la casa del Padre en el proceso de su conversión. Agustín da gracias a Dios por sus vida, por el testimonio sincero de su búsqueda, por su amor, entrega y fidelidad. Forman parte de un acontecimiento esencial en su vida ,desde el cual manifiesta la realidad amorosa de Dios, y como su mano actúa en los acontecimientos más cercanos y sencillos de la vida.
¡Gracias, Dios nuestro!, somos tuyos, Lo prueban tus consejos y tus consuelos, Fiel a las promesas y a cambio de aquella finca de Casiciaco, donde descansamos en ti de la batahola del siglo, le darás a Verecundo la amenidad de tu paraíso de eterna primavera, instalado en el monte de cuajada, en tu monte, en el monte fértil, después de perdonarle los pecados cometidos en la tierra  IX, 3, 5

• Bautismo de Agustín.
           
Todo el proceso de conversión agustiniana, queda reflejado en el momento del Bautismo. Tal vez el libro de la Confesiones, no le dedique mucho espacio, quizás porque el Bautismo de san Agustín fue la conclusión de todo un proceso de conversión hacia Dios, y a la vez el inicio de una nueva vida en camino hacia la realidad de la fe cristiana. Fue bautizado en la noche de la Pascua, tal y como era costumbre en la Iglesia de Hipona. Para Agustín debió ser un gran momento de gozo y deleite espiritual, pues por unos momentos pasó a través de su mente y su corazón toda una vida de ofensas y misericordias recibas por parte de Dios.  En aquellos días no me hartaba de considerar, embargado de una asombrosa dulzura, tus profundos designios sobre la salvación del género humano. ¡Cuántas lágrimas derramé escuchando los himnos y cánticos que dulcemente resonaban en tu iglesia! Me producían una honda emoción. Aquellas voces penetraban en mis oídos, y tu verdad iba destilándose en mi corazón. Fomentaban los sentimientos de piedad, y las lágrimas que derramaba me sentaban bien.   IX,6,14

            El momento de su bautismo expresa una realidad mística. A la hora de este tema volveremos a tratar del Bautismo, pero centrado en los valores que la lectio propone para el momento llamado contemplativo o místico. Las lágrimas que produce Agustín, expresión corporal donde la profundidad de la fe de la caridad, se apoderan de su realidad física y psicológica, producen en él estos sentimos de verdadera oración, sin que exista expresión alguna verbal.

• El canto de la iglesia.
           
Se instituye en occidente el canto de los himnos y salmos, importados del oriente, como una manera más vida y sensible de hacer realidad la alabanza al Señor en el culto divino. Agustín, hombre de gran sensibilidad, siente especial ternura por esta faceta y hace oración en este libro noveno, acerca del significado que tiene el canto de los salmos y las voces que resuenan en la iglesia para alabanza de Dios. Por eso se iban intensificando progresivamente mis lágrimas durante el canto de tus himnos. Después de tanto suspirar por ti, finalmente, acababa por respirar la cantidad de aire que puede correr en una choza de paja.  IX, 7, 16.

• Mónica, madre de Agustín.

            Una amplia parte de este capítulo lo dedica Agustín a su madre Mónica. Ella aparece como modelo de oración y como ejemplo de madre para él. A lo largo del texto, Agustín ora al Padre por su madre, pero no sólo por ella, sino que a través de ella, encuentra el camino para dar gracias por su  vida y su conversión. Podríamos decir que Mónica va a ser para Agustín una maestra de oración por el ejemplo y el testimonio de su propia vida. Podemos descubrir varias oraciones.

- Oración por su madre.

 Actitud de agradecimiento a Dios por el don de su madre. A esta buena sierva, en cuyo seno me creaste, Dios mío y misericordia mía, le habías regalado también este hermoso don: siempre que le era posible, se la ingeniaba para poner en juego sus dotes pacificadoras entre cualquier tipo de personas IX, 9, 21. Agustín va a valorar muy positivamente a su madre, puesto que ella ha intercedido ante Dios y sus lágrimas le han engendrado para Cristo. De sus buenas acciones y su ejemplo, hace varias oraciones, para testimoniar la presencia amorosa de Dios en medio de su vida.
           
Especial relieve presenta el pasaje de la muerte de Mónica, donde Agustín, en un verdadero alarde de oración y sentimientos conjugado, nos presenta una de las más bellas páginas del amor hacia una madre. Su delicadeza, la verdadera intensidad espiritual de sus palabras, su sensibilidad, nos presagian a un Agustín enamorado de Dios, sensible y a la vez fuerte, contemplativo y entregado al servicio de Dios.
Así pues, alabanza mía y vida mía, Dios de mi corazón, dejando a un lado por un momento sus buenas acciones por las que te doy gracias en actitud gozosa, yo te ruego ahora por los pecados de mi madre. Escúchame en nombre del médico de nuestras heridas que pendió del madero y que, sentado a tu derecha, intercede por nosotros.   IX, 13, 35.
            Sería positivo analizar cada uno de los sentimientos que vive Agustín en la oración. Tal vez, a la luz de la muerte de Mónica, encontremos esos sentimientos y esa realidad de la narratio, de la que hablábamos al comienzo de este capítulo.
           
Agustín descubre en Mónica su propia vida. Como madre que es suya, ella estuvo cerca del hijo, en los momentos de pecado, en los momentos de búsqueda desesperada, en los momentos de la conversión, en los momentos de alabanza y acción de gracias por la conversión del hijo y por haber hecho de Agustín una realidad de la misericordia de Dios. Hijo, por lo que a mí respecta, nada en esta vida tiene atractivo par mí. No sé que hago aquí ni porqué estoy aquí, agotadas ya mis expectativas en este mundo. Una sóla razón me retenían un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha dado conc reces, puesto que, tras decir adiós a la felicidad terrena, te veo siervo suyo. IX, 10,26



            La contemplación.

            El cuarto y último paso que representa lectio divina es la contemplación. Esta viene presentada como el gozo a través de su palabra y su conversación; es el silencio contemplativo en el Espíritu. Es gracia, es don de Dios. Aquí ni hay técnica ni método, sino sólo amor. No es enajenación, sino percepción de luz que no tiene fin, de la realidad con su valor más pleno, de todo como don del amor de Dios.
           
Podemos decir, en líneas generales, que en este capítulo se nos narra una experiencia de contemplación profunda, la que acontece entre Agustín y Mónica en el puerto de Ostia.

            Podemos dividir esta realidad contemplativa, en tres etapas o estadios. Puesto que estas tres realidades nos sitúan en una nueva visión o realización de la lectio. El pasaje del éxtasis de Ostia, resume perfectamente el proceso de la lectio así como el fruto de que se espera alcanzar en la oración.

a) Disposición para la oración.

            Agustín y Mónica descansa tras un largo viaje y se preparan para iniciar otro. Hay una búsqueda del silencio, de la paz interior, del sosiego, de la tranquilidad. Hay una distancia material de las cosas del mundo y una búsqueda sincera de las cosas de Dios. Aconteció, por tus disposiciones misteriosas, según creo, que ella y yo nos hallábamos asomados a una ventana que daba al jardín de la casa donde nos hospedábamos. Era en las cercanías de Ostia Tiberina. Allí, apartados de la gente, tras las fatigas de una viaje pesado, reponíamos fuerzas para la navegación. IX, 10,23.
           

Esta disposición es efectuada por la madre y el hijo. La madre, creyente, luchadora para que Dios otorgase la fe a Agustín. El, recién bautizado, sosegado y en paz, orientando su vida hacia un nuevo rumbo. Ambos intentan hacer recopilación de su vida, y Dios actúa en ellos con amor. Este primer paso supone pasar de la vida material, mundana, a la realidad de lo trascendente y absoluto. Es un camino para el encuentro con Cristo camino que aparece en la realidad del hombre, apoyada por el misterio de su encarnación, que a la vez es redención.



b) Lectio-narratio.

            Estas dos realidades de la terminología agustiniana, elevan a un segundo estadio o nivel el pasaje de Ostia. Hay un deseo por parte de ambos de entrar en oración y dirigirse al Padre, creador y Señor de todo. En ese deseo entra a formar parte la vida y el futuro de ambos. Una vida que ha sido transformada y alimentada por la presencia amorosa de Dios en medio de ellos. En esa búsqueda incesante topan con una realidad desbordante hasta entonces para el ser humano: la eternidad, el cielo, el más allá, la patria de los justos. Abríamos con avidez la boca del corazón al elevado chorro de tu fuente, de la fuente de la vida que hay en tí, para que, rociados por ella según nuestra capacidad, pudierámos en cierto modo imaginarnos una realidad tan maravillosa.  IX, 10,23.

            En el encuentro con las realidades eternas es desde donde empieza el contacto con lo desconocido para el hombre. Hay una serie de elementos que lo van preparando, como es el continuo diálogo que se establece a lo largo del discurso-oración. En ese diálogo hay una contemplación de las cosas creadas por Dios, el cosmos, la naturaleza, la vida misma del hombre. Seguimos ascendiendo aún más dentro de nuestro interior, pensando, hablando, y admirando tus obras. Y llegamos hasta nuestras mismas mentes, y seguimos nuestro avance remontándolas hasta la región de la abundancia inagotable donde apacientas a Israel.   IX, 10,24.
           
En la dinámica del proceso de Ostia, encontramos la misma dinámica ascendiente de Dios hasta el hombre, pero a la vez reconocemos que esa ascensión no ha podido realizarse si Dios no desciende primero al hombre. A través de Cristo se ha abierto la puerta del diálogo con Dios. Cristo es el mediado entre Dios y el hombre. En Cristo se encuentra la plenitud de la vida y de la salvación puesto que El es capaz de llevar en su seno la realidad humana y la divina.

            Más adelante en el diálogo-oración de Ostia, se descubre la presencia de Dios en todas las cosas, puesto que el creyente, al llegar a este estado de oración-contemplación, es capaz de discernir y admirar la obra de Dios en toda su grandeza. Agustín nos narra el pasaje de Ostia a posteriori, es decir, una vez que ha sucedido y como su mente y su corazón han podido comprender toda aquella realidad. No podemos llegar a las mismas palabras y mucho menos a los mismos afectos que allí acontece, de ahí que esta realidad sea mucho más expresiva en la totalidad de su manifestación. Es difícil plasmar en un papel una experiencia que debió ser transformante y renovadora para ambos.




c) Contemplación-mística.

            En ese ascenso de la mente a Dios, Agustín y Mónica, mientras habábamos y suspiramos por ella, llegamos a tocarla un poquito con todo el ímpetu de nuestro corazón, y dejamos allí cautivas las primicias del espíritu.  IX, 10,24. No hay suficiente expresión para narrar lo que allí sucedió, y como ambos quedaron sobrecogidos por la fuerza del espíritu y la misericordia de Dios.
           
La experiencia que allí acontece sitúa todo lo real, lo existente en plano o papel secundario. Sólo la presencia de Dios con su sabiduría, con la plenitud de su amor, desbordan la realidad humana. La expresión con que narra Agustín este acontecimiento, evoca una experiencia autentica de contemplación, donde el sujeto, en este caso el creyente, ya no es autor de búsqueda, sino que aparece rodeado de una serie de elementos pasivos, desde los cuales Dios actúa de una manera clara, y eleva al hombre hacia otras experiencias cada vez más trascendentes y místicas.

            Toda oración tiende a esto, a la contemplación, al encuentro con Dios. A la búsqueda del amor de Dios. Cuando en la oración no son necesarias ni la lectura de la Escritura, ni la consideración o meditación de algunos aspectos de la vida de Cristo, cuando la oración no lleva consiga una serie de propuestas para renovar la vida, en ese momento es cuando Dios se presenta como el autor de la amor. Por unos momentos se alcanza algo de lo que significa la vida del amor con Dios para siempre. Esto aconteció a Mónica y Agustín en Ostia. Si le oyéramos a él mismo en directo y sin intermediarios, al igual que ahora nos lanzamos y, con la rapidez del rayo, tocamos con el pensamiento la sabiduría eterna, que permanece sobre todas las cosas. IX, 10, 25.



d) Vida eterna.

            El fruto de la oración no se alcanza en esta vida. El estado actual del ser humano no logra la plenitud de la felicidad. Dicha felicidad, deseo máximo del creyente, sólo se alcanzará en la visión de Dios, en el goce y en el deleite de la otra vida. La contemplación del amor de Dios anticipa, atisba algo aquella realidad prepara para aquello que le han amado en la tierra. Por eso, en toda oración  cuando llega a ser contemplación, se suele producir una tristeza, que no es otra que la producida por el desasosiego de no poder estar para siempre con Dios, gozando de la felicidad de su amor, ya que la condición corporal de nuestra vida lo limita.

            Si por último, éste estado se prolongue y fueran difuminándose todas las otras visiones de rango inferior, y ésta sóla arrebatase, absorbiese y zambullese a su contemplador en los gozos más íntimos, de modo que la vida eterna se pareciera a aquel momento de intuición que nos hace suspirar: ¿no sería esto el entrar en el gozo de tu Señor? Pero, ¿cuándo se realizará esto? ¿Será cuando todos resucitemos, aunque no todos seamos transformados? IX, 10,25.

            En esta cita se expresa claramente el sentido de plenitud que lleva la contemplación de Dios en la oración. A la vez, la contemplación trae consigo un deseo de eternidad, y un afán cada vez más grande por llevar a nuestra mente y a nuestro corazón el deseo y la presencia continua de Dios.

            El fruto de esta contemplación fue alcanzado por Mónica, quien a los pocos días partió de este mundo al Padre. Dios quiso otorgar a Agustín el goce en la tierra de la realidad del cielo, y precisamente con su madre, quien tanto le había amado y por quien tanto había llorado.



Una sóla razón y deseo me retenían un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha dado con creces, puesto que, tras decir adiós a la felicidad terrena te veo siervo suyo. ¿Qué hago aquí? IX,10,26.



La oración en san Agustín





1.La oración, diálogo con Dios.

A la hora de presentar qué es la oración, san Agustín parte de una noción muy sencilla: orar es hablar, dialogar con Dios. “Tú oración es un diálogo con Dios dice; cuando lees las escrituras Dios te habla, cuando rezas, tú hablas a Dios. Es, pues, una comunicación que se establece con Dios a través de las Escrituras, que es palabra, y sabemos que ésta es el medio privilegiado para comunicar el pensamiento y la voluntad propia”

2. La oración es un diálogo con Dios basado en la fe.

Este diálogo tiene como punto de partida la fe; ésta es un vínculo necesario, sin el cual es imposible la oración. “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero cómo invocarán a aquel a quien no han oído? ¿ Cómo oirán sin que les predique?”( Rom 10, 13-14)
Esta idea la desarrolla de forma  amplia y clara en los sermones que explica el Padre nuestro a los que se preparaban para el Bautismo. “El orden de vuestra instrucción exige que aprendáis primero lo que habéis de creer y luego lo que habéis de pedir. Esto mismo dice el Apóstol: sucederá que todo el que invocare el nombre del Señor será salvo. El Bienaventurado Pablo tomó este testimonio del Profeta porque por él habían sido vaticinados estos tiempos en que todos habían de invocar el nombre del Señor: Quien invoque el nombre del Señor será salvo. Y añadió: ¿Cómo van a invocar a aquel en quien no han creído? ¿O cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo van a oir si no se les predica? ¿O cómo van a predicar si no son enviados? Fueron enviados, pues, los predicadores y predicaron a Cristo. Con su predicación los pueblos creyeron; oyendo, creyeron; creyendo le invocaron. Puesto que se dijo con toda razón y verdad: ¿Cómo van a invocar a aquél en quien no han creído?, por esto mismo habéis aprendido antes lo que debéis creer y hoy habéis aprendido a invocar a aquél en quien habéis creído” (S 57,1).

Pero señala además, que una y otra, la fe y la oración se influyen mutuamente, dando lugar a un círculo cerrado en continuo movimiento. Comentado el texto de Lc 18, 1-17, comienza diciendo:
El Evangelio nos impulsa a orar y creer. Si la fe flaquea, la oración perece. ¿Quién hay quien ore si no cree? Por eso, el bienaventurado Apóstol, exhortando a orar decía: cualquiera que invocare el nombre del Señor será salvo. Y para mostrar que la fe es la fuente de  la oración, y que no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua añadió: ¿Cómo van a invocar a aquél en quien no han creído? Creamos, pues, para poder orar. Y oremos para que no decaiga la fe, mediante la cual oramos. De la fe fluye la oración; y la oración, que fluye, suplica firmemente por la fe”. (S. 115).

La predicación suscita la fe y de la fe brota la alabanza. La fe es imprescindible, por tanto, para orar; en consecuencia, lo primero que se ha de pedir en ella es la misma fe, para que la oración pueda llegar a ser perfecta. La oración es, pues, un diálogo con Dios fundamentado en la fe.




2. La oración es un diálogo del corazón.

En segundo lugar, este diálogo, que parte de la fe, tiene su lugar en el corazón del hombre. El corazón es el centro de la vida espiritual: “Posee sus sentidos, allí está la imagen de Dios, allí habita Cristo” (In Io. Ev. 18,10).” El corazón que comprende es el que ama, el que tiene hambre y sed, el que se siente desterrado; el corazón helado no comprende este lenguaje de la Escritura” (In Io. Ev. 26,4). Por este motivo llama a la oración grito del corazón:

“nadie dudará que es vano el clamor que elevan a Dios los que oran si lo ejecutan con el sonido de la voz corporal sin tener elevado el corazón a Dios cuando oramos a Dios con la boca, cuando sea necesario o en silencio, siempre ha de clamarse con el corazón. El clamor del corazón es un pensamiento vehemente que, cuando se da en la oración, expresa el gran afecto del que ora y pide, de suerte que no desconfía de conseguir lo que se pide” (En in Ps 118, s 29,1). 

2.1 La interioridad.

Este texto contiene para san Agustín una serie de enseñanzas muy importantes. En primer lugar esta la interioridad como clave fundamental de la oración: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre” (Mt 6, 6-8). Dichas palabras le indican que el diálogo en que consiste la oración es un diálogo interior del corazón. Esto no es otra cosa que la interiorización de la oración; interiorización porque su ámbito natural es el alma, el corazón, y solamente tiene valor y sentido si brota del interior de la persona. De ahí que les diga a sus monjes:
“Cuando oréis a Dios con salmos y cantos, meditad en el corazón lo que decís con la voz” (Regula 3, 2).

En este contexto presenta los sentidos como la puerta que se manda cerrar, pues por ellos entra lo exterior en la persona: “Pocos entran en los aposentos si la puerta está abierta a los importunos, por lo cual penetran descortésmente las cosas exteriores y solicitan nuestra devoción y nuestro recogimiento. Pero ya dijimos que lo exterior significa todos los objetos temporales y visibles, los cuales, por la puerta, esto es, por el sentido carnal, penetran en nuestros pensamientos y con multitud de vanos fantasmas perturban nuestra oración. En consecuencia, ha de cerrarse la puerta, es decir, ha de resistirse al sentido carnal, para que la oración espiritual se diriga al Padre, la cual se hace en lo íntimo del corazón, donde en secreto se ora al Padre”. (De s. Domini 2, 3,11)

Cerrar la puerta indica, por lo tanto para san Agustín recluirse en uno mismo y buscar a Dios en el corazón, con la ayuda de los medios necesarios para no distraerse con cosas externas. Y, en consecuencia, todo esto nos están pidiendo no hablar mucho con la boca, sino con el corazón: “Muchos aclaman con la voz y son mudos con el corazón; otros hay que callan con los labios y gritan con el sentimiento” (En. In ps 119,9).


1. ¿Cómo hay que orar?

La primera parte termina con el capítulo 3, 8, pues el comienzo del 4, 9 : Hasta aquí hemos hablado de la actitud para orar; ahora vamos a tratar del contenido de la oración. Estas palabras nos indican el límite de la primera parte y el tema que se desarrolla en ella; tenemos pues, el marco en el que centrarnos.

1. La viuda cristiana

El tema de la primera parte como el mismo Santo dice trata de la actitud para orar, que san Agustín presenta a través de la imagen de la viuda. La condición de ésta se caracterizaba por el abandono y la pobreza , por eso parte él de 1 Tm 5, 5: La que es verdadera viuda y está abandonada espera en el Señor y persevera en la oración noche y día. Para san Pablo ésta es una condición necesaria para formar parte del grupo de las viudas, y san Agustín no la desconoce por ello la subraya con insistencia y trata de conjugar la situación de Proba rica, noble y rodeada de familia con lo que exigía este estado. Para ello nos presenta dos argumentos que se complementan entre sí:

1° La inseguridad e inconsistencia propia de esta vida: Pero tú sí has entendido perfectamente que en este mundo y en esta vida nadie puede estar seguro  En estas palabras cualquier lector de la época no podía  menos de recordar el saqueo de Roma a manos de los godos: ¿quién puede estar seguro si ni siquiera la capital del Imperio lo está? Fue aquella una experiencia que orientó a mucha gente hacia la vida ascética y llevó a no pocos ricos a poner su confianza sólo en Dios:

No te preocuparías tanto de orar a Dios si no esperases en Él; y no podrías esperar en Él si confiases en las riquezas inseguras y despreciaras el precepto aquel del Apóstol: Manda a los ricos de este mundo que no se enorgullezcan ni pongan su confianza en estas riquezas, inseguras sino en Dios vivo, que abundantemente nos provee de todos los dones para que los disfrutemos. Mándales que sean ricos en obras buenas, que sean generosos y compartan, y hagan acopio de una base firme para el futuro, de modo que conquisten la verdadera vida (1 Tm 6, 17-19)

Esta vida, comparada con la futura, no es nada: En comparación con aquélla, ésta otra vida que tanto amamos no merece tal nombre, por alegre y próspera que sea. A1 final vuelve a recordar este principio con palabras suficientemente claras: Por muy rica que seas, ora como pobre, porque aun no poseas las auténticas riquezas del siglo futuro, donde no tendrás que temer pérdidas de ningún tipo. Aunque tengas hijos, nietas y una numerosa familia, como ya dijimos antes, ora como si estuvieras abandonada. Todas las cosas temporales son inseguras, aunque las conservamos toda la vida para nuestro consuelo.

Así que, si tú buscas y saboreas las cosas de allá arriba (Cf. Col 3, 1-2), si deseas las eternas y seguras durante todo este tiempo en que todavía no las posees, te debas considerar abandonada, aunque conserves todos los bienes y seas honrada por todos  Así pues, toda la tensión ha de dirigirse hacia aquella vida verdadera, cosa que se hace a través de las Escrituras que son lámparas colocadas en un lagar oscuro (2Pe 1, 19), cuya luz sólo se ve si el corazón está purificado por la fe Estos dos argumentos los presenta juntos al terminar toda la exposición: Ya ves lo inciertas que son todas estas cosas; y, aunque no lo fuesen, ¿qué serán, comparadas con la felicidad prometida ?  y la conclusión que saca es la necesidad de vivir como auténtica viuda para no cesar de orar, porque al relativizar esta vida y buscar con afán la futura no se anhela otra cosa que a Dios: El alma cristiana debe considerarse abandonada para no dejar de orar. Con esta palabras el concepto de viuda se amplía a todo cristiano, y el Santo de Hipona lo hace apoyándose en el famoso texto de 2 Co 5, 6-7, con el que explica la condición del hombre en este mundo. De esta forma, la auténtica viuda es quien vive esta tensión escatológica que le hace ver esta vida como un destierro y anhelar la patria del padre: De ahí que dice al final de la carta, si el alma se siente abandonada y solitaria en este mundo, mientras peregrina lejos del Señor (2 Co 5, 6) sin duda le presenta a Dios, su defensor, una especie de viudez con la suplica asidua e intensísima. Por lo tanto, ora como viuda de Cristo que todavía no contemplar su figura, pero solicita su auxilio. Vuelve a recordar el texto de san Pablo y con él fundan1enta esta dimensión viudal de todo cristiano. En otro lugar, partiendo del texto de 1 Tm, comenta El alma que comprende que se halla desprovista de todo auxilio fuera del de Dios es viuda ¿Por qué es viuda . Porque no recibe auxilio de ninguna parte sino sólo de Dios. Las mujeres que tienen varones se ensoberbecen por el apoyo de ellos; las viudas parecen abandonadas, sin  embargo, es más potente su apoyo. Luego toda la Iglesia es una viuda, ya en los varones o en las mujeres; ya en los casados o en las casadas; ya en los adolescentes, en los viejos o en las vírgenes. Toda la Iglesia es una viuda, abandonada en el mundo, si percibe, si conoce su viudez; pero entonces tiene a la mano el socorro, El verdadero consuelo

La situación de viudez y desolación está compensada por el consuelo verdadero. Éste es un concepto correlativo al anterior, pues si el alma rechaza lo terreno y vive esta pobreza y abandono, entonces espera sólo en Dios para recibir de Él el consuelo y el descanso. Como estos conceptos expresan la misma idea es decir, que sólo se puede confiar en Dios, la forma de argumentar es también semejante. En primer lugar destaca que los bienes' terrenas no pueden ofrecer el verdadero consuelo: Igual que, sin el verdadero consuelo el que el Señor promete por el profeta, diciendo: Le daré un consuelo verdadero, paz sobre paz (Is 57, 18-19), nadie encontrará consuelo alguno, sino sólo desolación. Porque, a fin de cuentas, ¿qué dicha ofrecen las riquezas, los honores y todo aquello por lo que se felicitan quienes no conocen la verdadera felicidad? Lo propio de ésta no es sobresalir, sino no necesitar; y, una vez conseguidas esas cosas, el miedo a perderlas produce mayor tormento que el deseo de alcanzarlas, que antes se tenía. Con esos bienes los hombres no se hacen buenos, sino que previamente se han hecho buenos por otros medios y, al utilizar éstos debidamente, los hacen buenos. En fin, el auténtico descanso no se encuentra en ellos, sino allí donde está la vida verdadera; y el hombre sólo podrá llegar a ser feliz mediante lo que le hace bueno. Muy al contrario, el verdadero consuelo y la verdadera vida sólo se encuentran en Dios; en los bienes terrenos no hay seguridad y felicidad plena. Esta argumentación la completa con el texto clave de esta primera parte, de cuyo versículo 6 se sirve ahora: La que se dedica a los gozos terrenos, vive muerta. San Agustín lo aprovecha para yacer ver a Proba que no encontrará felicidad en medio de sus riquezas; éstas son medio para alcanzarla:

Ten sumo cuidado con lo que sigue: La que se dedica a los gozos terrenos, vive muerta (1 Tm 5, 6) El hombre se entrega a las cosas que ama, pues las desea por encima de todo, y con ellas se cree que es feliz. Por eso, lo que la Escritura dice de las riquezas: Si abundan las riquezas, no les deis el corazón (Sal 61, 11), se lo aplico yo a los gozos terrenos: "Si abundan los gozos terrenos, no les deis el corazón. No te sobrestimes porque no te faltan, porque estás colmada de ellos, porque fluyen como de la generosa fuente de la felicidad terrena. Por el contrario, desprecia todo eso, recházalo, y no busques en ello más que lo necesario para la salud corporal" .

Sí hay algo en esta vida que le procura al hombre un auténtico descanso y un sentido agradable en todo lo que realiza, la amistad: En cualquier asunto humano, nada le resulta agradable al hombre sin una compañía amigable. Este tema fue uno de los preferidos de nuestro Santo, que lo estudiará en la filosofía clásica y sobre todo en Cicerón; por más que él cristianice el concepto interpretándolo a la luz del Evangelio, En esta carta llega a relativizar el consuelo que la amistad puede ofrecer al hombre, ya que si nadie puede estar seguro de sí mismo ,mucho menos lo estará de los demás. De donde se deduce que no se puede juzgar a la ligera al prójimo (cf. 1 Co 4, 5), y que es sólo en Dios donde se encuentra plena seguridad y, consuelo.

Así pues, la oración cristiana ha de partir de esta actitud, la de viudez, por la que se transciende todo lo terreno y se encuentra consuelo sólo en Dios, y se dispone el alma a vivir aquello a lo que está llamada en la eternidad. La oración aparece de este modo como algo necesario a todo cristiano, pues es el camino para alcanzar el verdadero consuelo.

3. La ascesis y la oración

Finalmente, hay que recordar que la oración está íntimamente relacionada con las prácticas ascéticas; más aun, ella es una de estas prácticas y, además, la principal, en función de la cual están las otras dos limosnas y ayunos que son como las alas de la oración. En esta carta no se extiende sobre este tema, pero sí subraya los elementos fundamentales:

—En primer lugar, recuerda que los ayunos y las limosnas sirven para elevar la oración: Los ayunos y todo lo que refrena los placeres de la concupiscencia carnal siempre y cuando no perjudiquen la salud, ayudan mucho a la oración; y más todavía las limosnas.

—En segundo lugar, defiende el principio enunciado en este último texto: la salud es un criterio que limita -y guía el ejercicio de toda mortificación 28, En esta carta pone el ejemplo de Tito:

A Tito, que según parece castigaba excesivamente su cuerpo, le amonesta para que beba un poco de vino por causa del estómago y de sus frecuentes enfermedades .Aquí, como en otros lugares, la defensa de la bondad del cuerpo y de la salud la hace utilizando Ef 5, 29:

 Nadie ha odiado jamás su propia carne; aunque complementa esta parte con otros textos que llaman la atención sobre el cuidado que hay que tener para no dejarse arrastrar por las inclinaciones de la carne ". Con todo ello deja bien claro que, para
hacer oración, es necesario practicar los ejercicios ascéticos que la elevan hacia su meta.

2. ¿Qué hay que pedir en la oración?

El capítulo cuarto comienza así: Hasta aquí hemos hablado de la actitud para orar; ahora vamos a tratar del contenido de la oración . Es decir, si la primera parte respondía a la pregunta ¿cómo hay que orar?, esta segunda plantea la siguiente: ¿qué hay que pedir en la oración? La respuesta que nos da san Agustín es clara y sencilla: hay que pedir la vida feliz, con un deseo continuo. Su exposición terminará con el Padrenuestro, porque en él nuestro santo encuentra condensados todos estos elementos de la oración.

1. La vida  feliz

Pero ¿qué es la vida feliz? Ésta es la gran cuestión que san Agustín se plantea desde el principio de su tarea intelectual y que guiará su búsqueda interior y su vida espiritual. E1 P. Capánaga nos comenta:

En el corazón inquieto anida un deseo que mueve todo el dinamismo humano: el de la vida feliz. Todos los hombres quieren ser felices, y hacen cuanto pueden por conseguirlo Su vida comenzó a girar en torno a este principio, que también fue el tema o aspiracıón .

Para nuestro Santo la filosofía y la especulación de todos los filósofos se reduce a esto, a buscar y alcanzar la vida feliz . El quehacer filosófico lo resume así: Los filósofos en general perseguían todos una finalidad común La aspiración de todos ellos en sus estudios, búsquedas, disputas y maneras de vida, era llegar a la vida feliz. Tal era el móvil único de los flósofos; y, citando a Varrón, sentencia: El hombre no pretende otra cosa al filosofar  alcanzar la felicidad .

En esta sección de la epístola 130 san Agustín hace una síntesis de esta cuestión tan de moda en su tiempo. Comienza por la presentación filosófica apoyándose en un texto del Hortensio de Cicerón. A este texto le da un valor muy grande, pues termina apostillando: Estas palabras las podría haber dicho la misma Verdad por medio de cualquier hombre, y le aplica el dicho del Apóstol sobre los versos de un poeta cretense. E1 texto ciceroniano le proporciona una noción de hombre feliz bien clásica: Feliz es quien tiene todo lo que quiere y además, no quiere nada que no le convenga. Por esto, el paso siguiente como en la tradición filosófica es determinar los bienes que convienen y así poder alcanzar la meta.

La lista de estos bienes, es decir de aquello que se puede desear y pedir lícitamente, no es pequeña. Siguiendo a los filósofos de la época san Agustín enumera, en primer lugar, el matrimonio, los hijos y la salud; también incluye el honor y el poder siempre y cuando sea para atender a quienes viven bajo su cuidado cuando esos bienes se desean no por sı mismos, sino por lo que de ellos podemos alcanzar. A partir de aquí formula dos principios para pedir adecuadamente:

1. Tomando como base 1 Tm 6, 6-10 y Prv 30, 8-9, sostiene que hay que pedir simplemente lo necesario: Quien desea, pues, lo necesario y no aspira a más, actúa correctamente; si hiciera lo contrario, no buscaría lo necesario y su deseo no sería correcto .

  1. Todos los bienes terrenos están en función de la salud y la amistad o amor a los semejantes; es decir no tienen valor en sí mismo, sino que son medios para alcanzar los superiores: La salud y la amistad de las personas se pueden desear por í mismas. Las demás cosas necesarias para la vida, no hay que buscarlas si se quiere hacer legítimamente por sí mismas sino en razón de  lo anterior.

Pero incluso la salud y la amistad son bienes temporales, y por lo tanto no pueden fundamentar de forma absoluta la felicidad. Por eso también éstos están en función del bien supremo, que es la vida con Dios y de   Dios. Ésta es la vida feliz; aquí empezamos ya a gozarla cuando a Dios lo amamos por sí mismo, a nosotros y al prójimo por ÉI. La vida eterna es nuestra meta, y para alcanzarla el Señor ha enseñado a orar: Para alcanzar la vida bienaventurada, la misma Vida bienaventurada nos enseñó a orar; y así termina presentando el objeto de la oración con el Sal 26, 4: Una cosa pido al Señor, ésta buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para contemplar el gozo del Señor y visitar su templo. Ésta es la verdadera y auténtica vida feliz.

2. El deseo de Dios E1 bien supremo, nos ha dicho, es la vida con Dios y de Dios. Alcanzarlo significa la felicidad. Por esto, la oración se caracteriza por el deseo, el deseo de esta vida verdadera, el deseo de Dios. A1 hablar de la oración en general ya destacábamos el puesto fundamental que san Agustín concede al deseo. En la carta que estamos presentando, recoge los aspectos más fundamentales que ya allí exponíamos, y que podemos resumir así:

1. Sentido del deseo

E1 deseo se identifica con una vida teologal profunda: Por medio de la fe, la esperanza y la caridad oramos siempre con un deseo ininterrumpido . Estas virtudes son las que permiten tener el deseo de la vida futura y de Dios. Poco antes lo ha explicado. Lc 11, 9-13, el texto del pez, el huevo y el pan que pide el hijo al padre. En cada una de estas cosas y en sus contrarios nuestro Santo encuentra simbolizada una virtud: la fe en el pez ya sea por el agua del bautismo o por el hecho de mantenerse íntegra en medio de las olas de este mundo; la esperanza en el huevo, porque la vida del pollo aun no ha aparecido, sino que lo hará en el futuro; y la caridad en el pan, pues ella es la mayor de las tres, y el pan es el más útil de todos los alimentos

2. Explicaciones del deseo

En segundo lugar, al identificar deseo con oración se explican elementos claves de ésta. El tema de la necesidad de la oración sólo está enunciado; parece bastante lógico en un texto como éste, que no es sistemático sino ocasional y dirigido a personas iniciadas y deseosas de oración Recuerda san Agustín, simplemente, que la oración es necesaria ahora porque existe la tentación y porque no hemos alcanzado en plenitud la vida feliz ". Otros elementos, sin embargo, sí los trata de forma particular; éstos son: la razón para pedir, la oración continua, los tiempos exclusivos dedicados a la oración y el sentido de la oración prolongada.
1. Razón para pedir. Si se parte del Evangelio, como dice el mismo san Agustín: Puede resultar extraño que nos exhorte a orar el que, antes que se lo pidamos, conoce ya nuestras necesidades. ¿Cuál es, entonces, la razón para pedir? Nuestro deseo; y así nos preparamos a recibir debidamente el don: El Señor y Dios nuestro no busca que le mostremos nuestra voluntad, que ya conoce; lo que quiere es que en la oración ejercitemos el deseo, y así nos hagamos capaces de recibir lo que nos va a dar .

2. La oración continua: En el Evangelio y en san Pablo tenemos el mandato de orar de forma continua, sin interrupción. ¿Cómo puede hacerse esto? Deseando siempre: A1 decir el Apóstol: Orad sin cesar (l Ts 5, 17), ¿qué otra cosa quería decir sino que deseemos incesantemente la vida bienaventurada o eterna, que viene de aquél el único que la puede dar? Vamos, pues, siempre a desear que el Señor Dios nos dé esa vida; oramos siempre .

3. Los tiempos exclusivos de oración: El deseo pide que se le dedique a la oración ciertos tiempos exclusivos para que no se apague, sino que se mantenga vivo y progrese:
Por este motivo, en determinados momentos nos olvidamos de nuestras preocupaciones y quehaceres que en cierto modo entibien nuestro deseo y nos dedicamos a la tarea de orar. De este ,modo, con las palabras que decimos en la oración, nos animamos a nosotros mismos a tender hacia el bien que deseamos. No sea que lo que empezó a entibiarse termine enfriándose, y se apague del todo si no se alimenta con frecuencia .

4. Sentido de la oración prolongada: Teniendo en cuenta todo lo dicho anteriormente, ¿hay que dedicar largos ratos a la oración? San Agustín parte de que debemos orar siempre con el deseo; por ello el tiempo va a depender de la atención que se mantenga en el afecto y deseo. Dedicar largos ratos no es reprobable ni inútil , siempre y cuando otras obligaciones más importantes no lo impidan y se tenga en cuanta la enseñanza de Mt 6, 7: una cosa es hablar mucho y otra distinta orar mucho . Como consejo práctico recuerda lo que hacían los monjes de Egipto, utilizar especie de jaculatorias muy breves que no requerían una atención excesiva, y así ésta se mantiene fácilmente. La conclusión de todo esto es clara no se debe forzar la atención cuando no se puede más, ni tampoco se debe interrumpir cuando se mantiene fácilmente.






El Padrenuestro


Los capítulos 11 y 12 de esta carta los dedica san Agustín al Padrenuestro. Esta oración está presentada como el resumen de todo lo que ha dicho anteriormente, de modo que es en ella donde debe aprender el cristiano qué tiene que orar. No hace, por tanto, un comentario en sentido estricto, sino una exposición de los elementos que en cada petición se refieren a lo que ha venido diciendo.

La conclusión que saca es que la oración dominical resume todo lo que el cristiano debe pedir, y no debe buscar en su oración nada que no esté incluido de alguna ella:

Por lo tanto, quien quiera orar de modo conveniente, no diga nada distinto de lo que encuentra la oración dominical, independientemente de lo que diga en la oración: sea que esté preparándola y empezando a darse cuenta de lo que en ella deba vivir, sea que esté ya en ella y quiera aumentar su amor. De manera que quien en la oración dice algo que no tiene que ver con la oración evangélica, si no ilícitamente, cuando menos ora en vano; aunque, bien pensado, no sé por qué a una oración así no hemos de considerarla ilícita, cuando a los renacidos del Espíritu sólo les conviene orar espiritualmente .

Y para demostrar que el Padrenuestro es el resumen y compendio de toda oración, confronta cada una de sus peticiones con textos del Antiguo Testamento, para terminar diciendo:

En fin, si recorres todas las oraciones de las Escrituras no encontrarás nada que no se contenga en la oración dominical o no se concluya de ella. De donde se deduce que, en la oración, hay libertad para decir todo esto con unas u otras palabras; pero no la hay para decir cosas distintas  Romanos 8,26

Este famoso texto de san Pablo ya lo hemos recordado repetidas voces a lo largo de esta introducción, pero es necesario volverlo a mencionar, pues es uno de los textos fundamentales de esta carta. En realidad es el fundamental y el que da origen a todo este tratado, pues Proba se ha dirigido a san Agustín un tanto perpleja por lo que dice el Apóstol: Esto es, sobre todo, lo que te empaló a consultarme, ya que te inquieta lo que dice el Apóstol: "No sabemos orar como conviene, y temes que te perjudique más no orar como conviene que no orar62. De estas palabras brota la parte central de la carta y la respuesta más importante de ella: Pide ia vida foliz63. Pero desde el capítulo 4 hasta el 14 no utiliza el texto de la carta a los Romanos; ahora en esta última parte lo hará de forma continua.

Parte san Agustín de la primera enseñanza del texto de san Pablo: no sabemos pedir como conviene. La razón que presente nuestro Santo se apoya en la ignorancia que no permite ver el beneficio de las tribulaciones temporales; por esto el hombre pide verse libre de todas ellas. Sin embargo, éstas son muy útiles para el progreso espiritual.

Esta ignorancia es tan universal que hasta el mismo Apóstol la sufrió. Para explicarlo utiliza san Agustín el texto de   2 Co 12, 7-9, el aguijón de Satanás que san Pablo tenía en su carne, por el que oró tres voces para que le librasen de él, pero recibió una respuesta muy distinta: Te basta mi gracia, pues la fuerza llega a perfección en la debilidad (v. 9). El provecho espiritual que el Apóstol obtiene es la humildad (para que no me enorgullezca por lo sublime de mis revelaciones me fue dado -v. 7-). La explicación que presenta es muy semejante a la que se encuentra en otro lugar: muchas voces Dios es benévolo negando lo que se le pide y es cruel concediéndolo. Los ejemplos son: Nm 1.1, 1-34, la petición de comida por parte de los israelitas en el desierto y la hartura que les sobrevino como consecuencia; 1 Sm 8, 5-7, la petición de la mayor parte de los israelitas y la esclavitud en la que caen; Job 1, 12 y 2, 6: la petición de Satanás de tentar a Job y la victoria de éste; Mt 8, 30-32, los espíritus inmundos que piden ir a la piara de cerdos y éstos terminan ahogados.

Por lo tanto, todas estas cosas han sido escritas para que nadie se engría por haber sido  escuchado al pedir con impaciencia algo que no le convenía. Y han sido escritas también para que nadie se tenga a menos ni desespere de la divina misericordia, si no es escuchado en lo que pide. Jesucristo ha dejado una magistral lección en su oración del Getsemaní : Padre, si es posible pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Mt 26, 39). Así, recurriendo a la voluntad de Dios, vuelve al punto central de la petición: hay que pedir la vida, eterna; es la forma de alcanzar la seguridad de que se ora como conviene.
Finalmente y resumiendo, define la situación del orante como de docta ignorancia. Es ignorante porque no sabe orar; pero docta, porque tiene el auxilio del Espíritu, cuya actuación no debe interpretarse como si Él gimiese o interpelase, sino que hay que entender que É1 hace


Conclusión


E1 último capítulo hace de conclusión y despedida. Vuelve a presentar el tema de la viuda como la actitud fundamental del orante: De ahí que, si el alma se sienta abandonada y solitaria ,  en este mundo, mientras peregrina lejos del Señor, sin duda le presenta a Dios, su defensor, una especie de viudez con la súplica asidua e intensísima. Y en la despedida pide oraciones por él; y da las últimas recomendaciones: una vida ascética  para ayudar a la oración, y la concordia mutua como el fruto principal de ella.

E1 Dios al que oramos puede hacer más de lo que pedimos o pensamos (Ef 3, 20). Es su despedida final.





El itinerario espiritual según

 san Agustín.


            En los escritos agustinianos encontramos varios esbozos para trazar un itinerario espiritual. El primero es el intento hecho inmediatamente después del bautismo en el De quantitate animae, donde se habla de siete grados de la actividad del alma. Es un esquema abandonado inmediatamente porque depende demasiado de los filósofos paganos y con escasos elementos cristianos. Un segundo esquema aparece en el comentario del Génesis en contra de los Maniqueos, y luego en el tratado de Vera religione, basado en las siete edades del hombre vistas ala luz de los siete días de la creación. Aquí la inspiración bíblica, y en particular la inspiración paulina, es mayor pero se resiente todavía demasiado de la tradición filosófica: por último en el Sermone Domini in monte (393-394) se propone un esquema totalmente nuevo, inspirado todo él en la sagrada Escritura. Se vuelve a hablar de grados, porque a la vida cristiana se la concibe como la subida a un monte cuya meta la representa la perfección de la sabiduría y de la asimilación con Cristo. Los grados no están ritmados por la actividad el alma; son más bien, las disposiciones que el alma adquiere con los dones del Espíritu Santo y viviendo según las bienaventuranzas del Evangelio.

            Con toda probabilidad, la idea de enlazar el progreso espiritual con las bienaventuranzas del evangelio y los siete dones del Espíritu Santo, se la sugiere san Ambrosio a San Agustín. En el comentario del evangelio de san Lucas, el obispo de Milán había dicho que las ocho bienaventuranzas del evangelio de Mateo, además de tener un significado de subida moral, son un número simbólico de la perfección. En el comentario sobre el salmo 118, había presentado luego los siete dones del Espíritu Santo como eslabones para obtener la sabiduría desde el temor de Dios, es decir, invirtiendo el orden de los dones que se lee en Is. 11,2-3. Una tal inversión encontraba su justificación en la Escritura misma, en la que “el principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Ps 111,10).

            Según el nuevo esquema, el primer grado de la vida cristiana está marcado por el don de temor de Dios y la bienaventuranza: dichosos los pobres de espíritu; el segundo grado por el don de piedad y por la mansedumbre: dichosos los mansos; el tercer grado por el don de ciencia y por la bienaventuranza: dichosos los que lloran; el cuarto grado por el don de fortaleza y por la bienaventuranza: dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia; el quinto por el don de consejo y por la bienaventuranza: dichosos los misericordiosos; el sexto por el don de entendimiento y por la bienaventuranza: dichosos los limpios de corazón; el séptimo por el don de la sabiduría y la bienaventuranza dichosos los artífices de la paz. Falta en este esquema la octava bienaventuranza: dichosos los perseguidos por la justicia. En realidad, la octava bienaventuranza expresa la perfección de todos los grados anteriores: “Las siete primeras bienaventuranzas son, en consecuencia, los grados de la vida perfecta. La octava muestra y esclarece la perfección alcanzada y, como si empezase de nuevo por la primera, manifiesta que por estos grados todos los demás se perfeccionan” (S. Dom.m.I,3,10).

            ¿Qué valor otorgar al nuevo esquema? No parece estar exento de un cierto artificio y libertad, de los que el autor mismo parece ser consciente (Ib. II,25,87). Sin embargo, a pesar de sus límites, tuvo que resultarle grato ya que volvió a proponerlo, con la distancia de muchos años, en el segundo libro de De doctrina Cristiana, en la carta 171 y en sermón 347. En efecto, el último esquema  permite poner de relieve numerosos aspectos de espiritualidad cristiana y  agustiniana, siendo los más relevantes entre ellos, por una lado la necesaria acción del Espíritu Santo en la santificación de los fieles y, por otro, el compromiso personal del creyente que quiere seguir e imitar a Jesucristo según las bienaventuranzas del evangelio. San Agustín insiste en ambos aspectos.

            En primer lugar pone de relieve la necesidad de la acción del Espíritu Santo “Como nadie posee la recta sabiduría, el recto entendimiento ni el recto consejo, ni la recta fortaleza, nadie es piadoso con ciencia o sabio con piedad, nadie teme a Dios con temor casto ni recibe el espíritu de sabiduría y entendimiento, de consejo y fortaleza, de ciencia, piedad y temor de Dios; como nadie tiene valor verdadero, caridad sincera, continencia religiosa, sino por el espíritu de valor, caridad y continencia; del mismo modo, sin el espíritu de fe nadie creerá rectamente y sin en espíritu de oración nadie orará saludablemente. No es que sean tantos los espíritus, sino que todas estas cosas las obra un mismo Espíritu, que reparte sus dones a cada uno como quiere, porque el Espíritu sopla donde quiere” (Ep 194,4,18).
           
Una vez asegurado este principio fundamental, el Obispo de Hipona no deja de reiterar el irremplazable compromiso del hombre: “Todo proviene de Dios, sin que esta afirmación signifique que podemos echarnos a dormir o que nos ahorremos cualquier esfuerzo o hasta el mismo querer. Si tú no quieres no residirá en ti la justicia de Dios. Pero aunque la voluntad no es sino tuya, la justicia no es más que de Dios. Si el ser hombre es obra de Dios, y el ser justo es obra tuya, al menos esa obra tuya es más grande que la de Dios. Pero Dios te hizo sin ti. ¿Cómo podrías dar el consentimiento si no existías? Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti. Por lo tanto, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él” (S 169,11,13).

            Otro elemento puesto de relieve en el citado esquema, es el seguimiento de Cristo. Ya en el comentario de la Carta a los Gálatas, san Agustín había dicho que por medio de la fe Cristo se forma en el corazón del creyente, que está llamado a ser como Cristo, manso y humilde de corazón (Exp. Gal.38) En otra ocasión dirá que el cristiano esta llamado a vivir con Cristo, en Cristo y de Cristo (B. vid 19,24). Y por último, el esquema ofrece la ventaja de presentar el camino de la vida cristiana como un crecimiento en las virtudes cardinales y teologales (Ep. 171/A,2) o en el conocimiento y en la caridad, según la enseñanza del Apóstol: “El que se renueve en el conocimiento de Dios, en justicia y santidad verdaderas, al crecer en perfección  de día en día, transfiere sus amores de lo temporal a lo eterno, de las cosas visibles a las invisibles, de las carnales a las espirituales y pone todo su empeño y diligencia en frenar y debilitar la pasión de aquellas y unirse a estas por la caridad” (Trin. XIV, 17,23). La purificación paulatina del corazón consiste en hacer disminuir la concupiscencia o el amor desordenado de sí, que es el origen de las divisiones y de las luchas, para dejar crecer cada día más la caridad que une a Dios y al prójimo. La riqueza de la doctrina espiritual agustiniana no se agota, como es natural, en los pocos subrayados que acabamos de hacer. Son muchos más numerosos los temas unidos al esquema de los siete grados, a los que hacemos sólo alusión.

 



Grado 1: El temor de Dios y la pobreza de espíritu.

            Es el grado de la conversión, fruto del amor de Dios y de la humildad del hombre, que se reconoce criatura y pecador ante Dios. La explicación más exhaustiva la leemos en el De doctrina Cristiana: “Ante todo es preciso que el temor de Dios nos lleve a conocer su voluntad y así sepamos que nos manda apetecer y de qué huir. Es necesario que este temor infunda en el alma el pensamiento de nuestra mortalidad y el de la futura muerte, y que como, habiendo clavado las carnes, incruste en el madero de la cruz todos los movimientos de la soberbia” (Doctr. Chr. II, 7,9). El temor de Dios, la humildad y la confesión de los pecados, por consiguiente, son los grandes temas unidos al primer grado. No cualquier temor de Dios lleva a la conversión. El temor carnal y servil de aquellos que sólo temen a Dios por los castigos de esta vida deja el corazón pegado a los bienes de la tierra. Distinto es el temor de Dios, servil sí, pero que nace de la fe en los castigos eternos: puede impulsar hacia una verdadera conversión. Ahora bien, el cristiano está llamado a pasar del temor por el castigo, típico del siervo, al temor casto de ofender a Dios: se trata del temor típico del hijo, que va unido al amor, y que por consiguiente durará por siempre (Ep 127,7; S 188,10; En Ps. 127,7).

            El otro tema es la humildad con su contrario: la soberbia. Para san Agustín la soberbia es el origen de todo mal, asimismo la humildad es el fundamento del edificio espiritual: “¿Quieres ser grande?, comienza por lo ínfimo. ¿Piensas construir una fábrica en la altura? Piensa primero en el cimiento de la humildad. Y cuanta mayor mole pretende alguien imponer al edificio, cuanto más elevado sea el edificio, tanto más profundo cava el cimiento” (S 69, 1,2). La humildad es necesaria no solo al comienzo del camino espiritual, sino siempre, porque la soberbia “no permitirá perfeccionar al hombre, ninguna otra cosa impide más la perfección… La soberbia es el vicio capital, puesto que, cuando alguien progresa en la virtud, tienta para que pierda todo los que progresó. Todos los vicios deben ser temidos por sus malas obras, pero la soberbia debe ser temida mucho más en las buenas acciones” (En. Ps 58, d2,5). La humildad, por último, lleva a la confesión de los pecados, algo que todos, hombres y mujeres, han de practicar en un arrepentimiento que conlleve un cambio real. (En. Ps 93,15).

Grado 2: El don de piedad y la  mansedumbre.

            Si el temor de Dios quiebra la soberbia de manera que uno se dispone a uniformar la propia voluntad con la ley divina, con el don de la piedad nace en el alma un sentimiento de amor hacia Dios que impulsa a buscar en cada circunstancia su voluntad, para someterse a él sin oponer resistencia alguna (Cf. Ep.171/A,1). El don de piedad ayuda a buscar con amor la voluntad de Dios, la mansedumbre ayuda a acogerla con docilidad, sin rebeldía, aún cuando la Escritura resulte incomprensible (En. Ps 146,17) o los acontecimientos de la vida son contrarios a nuestras expectativas (S 347,3; En. Ps 32,d1,2).
 

Grado III: El don de la ciencia y el gemido de la oración.

            “Después de estos dos grados, del temor y la piedad, se sube al tercero, que es el de la ciencia. Porque en este se ejercita todo el estudioso de las divinas Escrituras, no encontrando en ella otra cosa más que se ha de amar a Dios por Dios y al prójimo por Dios”. (Doctr.chr.II,7,10). El estudio y el conocimiento en profundidad de la Sagrada Escritura son indispensables para quienes quieren alcanzar la sabiduría, y cuanto más se avanza en la comprensión de la Escritura, tanto mayor es el progreso en la sabiduría (ib. IV,5,7). El don de ciencia, sin embargo, no consiste tanto en un conocimiento técnico o científico de la Escritura, sino más bien en el conocimiento de la voluntad de Dios y en el conocimiento de uno mismo. Posee el don del conocimiento aquel que, tras haber reconocido el mal de los propios pecados en el primer grado de la penitencia, reconoce la miseria inherente a su propia condición mortal y a la lejanía del Señor, y por esto gime e invoca con lágrimas la ayuda de Dios (S 347,3).

            Reconocerse como en exilio y peregrinos en este mundo, lo considera Agustín un rasgo esencial de la vida cristiana. El cristiano, con el cuerpo camina en la tierra, pero con el corazón habita en el cielo porque pone su gozo en la esperanza futura (En. Ps. 48, d2,2 y 5). Insiste también mucho en el reconocimiento de la propia miseria, sobre todo con motivo del excesivo optimismo pelagiano. Con la oración “no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal” –observa- “El Señor nos enseña que hay mal del que no podemos líbranos a solas”, sino que sólo es posible con la ayuda de la gracia de Dios. Y la bienaventuranza, dichosos los que lloran, indica el remedio a nuestra miseria en la invocación asidua y constante de la ayuda de Dios. La ayuda de la Ley no basta; se nos dio “para convencer al enfermo de que estaba enfermo, y así pidiese médico” (En. Ps. 102, 15).

Grado IV: el don de fortaleza y el hambre de justicia.

            Si el don de ciencia ha hecho que el creyente fuera consciente de su miseria, induciéndole a invocar llorando la gracia de Dios, el don de fortaleza lo hace más confiado en desear con mayor ardor la perfección de la justicia y lo impulsa a luchar con fuerza para sustraerse al encanto de las cosas que pasan y convertirse de lleno al amor de aquello que es eterno (Doctr. Chr. II, 7,10). Tener hambre y sed de justicia no quiere decir otra cosa sino que tener hambre y sed de Cristo, a cuya imagen hemos sido hechos, despojándonos del hombre viejo y revistiéndonos del hombre nuevo (S 9,8-9). A causa de la concupiscencia “quien vive justamente, al volver sus ojos al interior, encuentra en sí la guerra. Notad que no digo si es malo. Es bueno si vive justamente y encuentra en sí lo que dice el Apóstol “la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu desea cosas contrarias a la carne” (S 25,4). En el tiempo presente, el hambre y la sed de la justicia se traducen necesariamente en la lucha contra la carne, el diablo y el mundo, ya que la justicia se perfeccionará  en ti cuando no te deleite hacer cosa alguna fuera de la justicia; cuando será absorbida la muerte por la victoria; cuando ningún deseo carnal te deleite; cuando no haya lucha contra la carne y la sangre; cuando obtengas la corona de la victoria, trofeo del enemigo. Entonces tendrás justicia perfecta”(Ep. Io. Tr. 4,3). Concluyendo, el cuarto eslabón es el del hambre y la sed de la perfección cristiana, pero también de la lucha, por los cual es necesario el don de fortaleza y de oración para que Dios cree en nosotros la justicia (En. Ps 98,7).

 
Grado V: El don de consejo y la obras de misericordia.

            El quinto grado se presenta así: “No obstante, cuando alguno encuentra dificultad en estos trabajos y, caminando por una senda dura y áspera rodeado de varias tentaciones y viendo que por uno y otro lado se levantan enormes obstáculos de la vida pasada, teme no poder llevar a cabo la obra emprendida, tome un consejo para que merezca ser ayudado. ¿Cúal es ese consejo sino el sufrir la enfermedad de su prójimo, favoreciendo cuanto puedan, como desea en las suyas recibir auxilio del cielo?” (S. dom.m 1,18,55). Misericordiosos, explica san Agustín, son los que conocen las necesidades de los menesterosos”. Estos, como dice el Evangelio, “son dichosos porque ellos también serán librados de su  miseria” (Ib. I,2,7). La misericordia tiene una enorme eficacia en la purificación del corazón. “con ningún modo se vence mejor al enemigo que siendo misericordioso… Mas cuando sucumbe la fragilidad humana por algunos engaños de él, entréguese a la humildad mediante la confesión y se ejercite en las obras de misericordia y de caridad” (En. Ps. 143,7).

            Grado VI: el don de entendimiento y pureza de corazón.

            El Sexto eslabón del itinerario espiritual se presenta en los siguientes términos: “A aquel que lleno de esperanza e íntegro en sus fuerzas llega hasta el amor del enemigo, y de aquí sube al sexto grado donde purifica el ojo mismo con que puede ver a Dios, como pueden verle aquellos que cuanto pueden mueren a este mundo” (Doctr. Chr.II,27,11). En realidad toda la vida cristiana tiene como fin la purificación de la mente, que permitirá la visión de Dios. En el sexto grado, sin embargo, se supera el último obstáculo, es decir, aquel que “el ojo del corazón, de idéntica manera, perturbado y dañado se aparta de la luz de la justicia y ni se atreve y ni es capaz de contemplarla” (S 88,5).Y ¿Cual es este último y grave obstáculo sino la falta de sencillez del corazón?. Para dirigir hacia Dios una mirada pura y sencilla, es necesario que ni las acciones buenas y loables que uno logra hacer, ni los pensamientos agudos y profundos que uno logra tener, tengan como fin el placer a los hombres o el satisfacer las necesidades del cuerpo (Ep. 171/A,2), sino que todo ha de tener a Dios como punto de referencia: “no tiene corazón sencillo, esto es puro, sino aquel que pasando sobre las alabanzas humanas, al vivir bien, busca solamente agradar a Dios, que es único en penetrar la conciencia” (S. dom.m. 2,1). En este eslabón no se trata de añadir más obras buenas, sino que se trata de hacer todo con una recta intención y “la intención de la buena conciencia, por la cual se hace ante Dios y para su gloria todo aquello que ante los hombres brilla en las buenas obras” (Ep. 140,31,75).


Grado VII El don de la sabiduría y la paz de los hijos de Dios.

            A quien llega al séptimo grado le llama san Agustín hombre espiritual, y sabio es aquel que ha recibido el don de sabiduría y que, una vez restaurada y reformado en sí la imagen de Dios, goza de la paz típica de los hijos de Dios (Ep. 171/A,2). Es una sabiduría esencialmente cristiana: “Vistiéndose de Cristo, mediante la fe, todos los hombres se hacen hijos no por naturaleza como el único Hijo, qué también es sabiduría de Dios, sino que se hacen hijos por participación de la sabiduría, y hermanos del Mediador a quien conduce y prepara la fe” (Exp. Gal. 27).Por consiguiente, en los hombres espirituales “resplandece la figura de Cristo” (Qu. Ev. 2,2) Ellos son sabios porque conocen la gloria tan grande que supone el estar unido a Dios, hasta tal punto de vivir para él, participar de su sabiduría, y de su felicidad”( Civ. Dei XII, 1,3). Los hombres espirituales son hombres de paz “no se dividen, no piensan en cismas. Conservan la paz en sí mismos y la guardan en cuanto pueden con los demás y, cuando dejan de tenerla con otros, la retienen en sí” (En. Ps. 103, d3,5).

            Más que en experiencias místicas extraordinarias, san Agustín ve la perfección cristiana en la unión con Dios y con el prójimo. Es espiritual quien vive constantemente en presencia de Dios, para que él le ilumine y le guíe en la vida concreta de cada día, y así el hombre pueda servirle con amor de hijo en los hermanos, para ofrecerle en sacrificio toda su vida, para darle gracias por los beneficios recibidos y contemplarlo y alabarlo, anticipando, de alguna manera, el gozo del cielo. Un hombre así goza, tanto como es posible en la tierra, de unidad y de paz interior y trabaja por la unidad y la paz de todos.

            Con su acción contribuye a la vida de la Iglesia y a la construcción del edificio espiritual. Sin embargo, la perfección que el cristiano puede alcanzar en la vida terrenal no es nunca como la perfección absoluta que alcanzará cuando se asemejará a Cristo también en su cuerpo resucitado. Por ahora, la perfección no es sino aquella posible a los caminantes o peregrinos que están todavía de camino, es decir, “ésta es nuestra justicia durante el mismo destierro… que tendamos ahora con un caminar recto y perfecto a aquella perfección y plenitud de la justicia, por la que corremos hambrientos y sedientos, para después saciarnos de ella” (Perf. Ius. 8, 18).















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