jueves, 29 de mayo de 2014

EL ESPÍRITU SANTO EN SAN AGUSTÍN


1.      El don del Espíritu Santo

La ascensión del Señor recibió su complemento con la venida del Espíritu Santo, según sus palabras: Si yo no parto de vosotros, el Espíritu Santo no vendrá a vosotros (Jn 16,7). Les era necesario a los apóstoles alguien que dinamizara su vida[1], porque todavía eran carnales, y estaban asidos a la vida temporal del Señor: «Conviene que mi forma de siervo se os arrebate de vuestros ojos; como Verbo hecho carne, habito en vosotros; pero no quiero que sigáis amando carnalmente, y que, contentos con está leche, sigáis siendo
siempre infantes. Conviene que yo me vaya, porque, si no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo. Si no os quito estas sopitas de leche, no aspiraréis nunca a los alimentos robustos; si os apegáis materialmente a la carne, no seréis capaces del Espíritu» 1.

Se trataba, pues, de dar fuerza e interioridad a la fe en Cristo. Para esto necesitaban recibir
el nuevo don del Espíritu Santo, que los había de espiritualizar.
 


Más que un afecto carnal, «quería El que le tuviesen un afecto divino, y hacerlos, de carnales, espirituales; lo cual no lo consigue el hombre sino con el don del Espíritu Santo. Esto es, pues, lo que le viene a decir: Os envío el Don, con que os hagáis espirituales, es decir, el don del Espíritu Santo. Porque no podréis ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Y dejareis de ser carnales si la forma de la carne se os quita de los ojos para que la forma de Dios se os grabe en los corazones» [2]

El  Espíritu Santo es el creador de la espiritualidad cristiana, porque con El, los apóstoles comienzan a conocer, sentir y meditar lo que es auténticamente espiritual, es decir, lo divino, o, en términos más concretos, la divinidad de Jesús, que es el último término de todo movimiento espiritual. Tal es la obra de Pentecostés: introducir a los creyentes, por la fe, la inteligencia y el gusto de las cosas divinas, en el misterio de Cristo.

Entrar en contacto con Dios es el primer postulado de la espiritualidad, y esto se logra subiendo por la humanidad de Jesús y entrando en el conocimiento de su forma y secreto de Dios, de su igualdad con el Padre, de su grandeza de creador y regidor del mundo, de su gloria de santificador universal y cabeza de la Iglesia.


San Agustín repite en este punto la doctrina de San Pablo, que exigía a los fieles de Corinto un régimen alimenticio superior (1 Cor 14,37). Comenta el Santo este pasaje: «Quiso ciertamente el Apóstol que tuviesen un conocimiento sólido de las cosas espirituales, donde no sólo se prestase la adhesión por la fe, sino también se tuviese cierto conocimiento; y por eso ellos creían en las mismas cosas que sabían los espirituales» [3]

La fe y el conocimiento de la divinidad que el Espíritu Santo «injerta en los corazones de los fieles» no es la de un deísmo frío y abstracto en que corre peligro de convertirse, sino un afecto divino hacia el Verbo hecho carne. Por eso el Espíritu Santo no sólo trajo este impulso espiritualizador por el conocimiento y trato vivo de la persona de Jesús, sino también un amor nuevo; no carnal, sino espiritual, como el que empezó a calentar el mundo con la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén: «Se reunieron todos y comenzaron a orar. Jesús había de enviarles después, pasados diez días, al Espíritu Santo para que los llenase de amor espiritual, quitándoles los deseos carnales. Porque ya les hacía entender a Cristo como era: el Verbo de Dios que estaba en el seno de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas» [4]

A la purificación de la fe seguía la purificación del amor, haciéndolo espiritual para adherirse espiritualmente a Cristo.
“Con estas dos cosas, inteligencia espiritual y amor espiritual a Cristo, tenemos formada la espiritualidad cristiana ejemplar para todos los tiempos. Tales son los odres nuevos y el vino nuevo que trajo del cielo para hacer otros a los hombres” .[5]

Espíritu que da vida.

El  Espíritu Santo, al introducirnos en la divinidad del Hijo, nos lleva al seno del Padre, donde se halla el Hijo, es decir, crea en los cristianos el sentimiento profundo de la adopción de hijos llenos de confianza, entrega y amor. Nace de este modo una nueva psicología espiritual, que es la de hijos adoptivos de Dios.



Así debe interpretarse el texto paulino: Envió Dios en nuestros corazones el Espíritu Santo de su Hijo, que clamaba: ¡Abba, Padre! (Gál 4,6). Texto que responde también al de la carta a los Romanos: “No sabemos orar, pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables” (Rom 13,26). Comenta San Agustín: «¿Qué significa: El Espíritu interpela, sino que nos hace interpelar con gemidos inenarrables, pero veraces, porque el Espíritu es verdad? De El también dice en otro lugar: Envió Dios el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, que dama: ¡Padre! (Gál 4,6). Y aquí, ¿qué significa que dama, sino que nos hace clamar, por aquella figura por la que llamamos día alegre, porque nos hace alegres?» [6]

Estos textos y comentarios nos descubren la intimidad de la misión del Espíritu Santo, que produce en el corazón de los cristianos dos clases de sentimientos: los gemidos inenarrables, que San Agustín suele relacionar con los sentimientos de la miseria y del pecado, que nos hacen suspirar en este mundo lejos de Dios todavía y tristes por su ausencia. El gemido brota de la indigencia, del contacto con la miseria propia o ajena. El don de lágrimas, de que han gozado tantos hijos de Dios, proviene de este Espíritu.

Pero al mismo tiempo, El engendra en los cristianos el espíritu filial, o de hijos de adopción, que se dirige a Dios, llamándole Padre con la ternura, la confianza, la entrega del verdadero hijo, que ama a Dios por su misma bondad y el amor que ha manifestado a nosotros.

Esta penetración en la intimidad del Padre completa la ascensión espiritual del alma, porque hasta que no llega allí no alcanza la altura y la trascendencia espiritual a que está llamada. Esta es la verdadera patria adonde nos lleva el Hijo, que, como Dios igual al Padre, es también la patria donde vamos. No hay patria sin Padre.

El Espíritu Santo contribuye con su caridad a liberar al cristiano del  miedo, infundiendo sentimientos auténticamente filiales en el trato con Dios. Si la espiritualidad cristiana de suyo es gozosa, libre y expansiva, es porque está liberada, a lo menos en innumerables cristianos, del miedo y del interés; porque saben que no abrazan a un fantasma, sino al Dios vivo, que se ha hecho amable y amante en el Hijo, enviado al mundo para salvarnos.


Todos estos y otros efectos que produce el Espíritu Santo en la Iglesia están bellamente resumidos en una imagen aplicada a la tercera persona: la de alma de la Iglesia, porque vivifica a toda ella, según confesamos en el Credo, llamándole Espíritu vivificador.

En una catequesis de Pentecostés dice San Agustín: «Si queréis poseer al Espíritu Santo, poned atención, hermanos; el espíritu de que vive todo hombre se llama alma, y ya veis lo que ella hace en el cuerpo. Da vigor a todos los miembros: por los ojos ve, por los oídos oye, por las narices huele, por la lengua habla, por las manos obra, por los pies camina; está presente en todos los miembros para darles vida; da vida a todos, y oficios a cada uno de ellos... Y así no oyen los ojos, no ven los oídos ni la lengua, ni hablan el oído y el ojo, pero todos viven; los oficios son diversos, pero la vida les es común.


Así acaece en la Iglesia de Dios: en unos santos hace milagros, en otros predica la verdad, en otros conserva la virginidad, en otros la pudicicia conyugal; en unos, una cosa, y en otros, otra; cada cual tiene su misión, pero todos tienen vida. Pues lo que es el alma al cuerpo humano, tal es el Espíritu Santo al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; lo que obra el alma en los miembros de un cuerpo, el Espíritu Santo lo hace en toda la Iglesia» [7]

Así puede verse la acción y significación del Espíritu Santo en la Iglesia, a cada uno de cuyos miembros da vida y operaciones propias con las formas más variadas de influjo. El anima y vivifica el Cuerpo místico, ya que «por la caridad nos hacemos espirituales» [8], y la caridad nos viene del Espíritu Santo.

Según lo dicho, el cristiano no debe perder el contacto con este Espíritu, porque El es el que da la vida, la conserva, la aumenta y la lleva a su corona y perfección. Todo cuanto hay de sano y santo en la Iglesia, se debe a su influjo: «Deja, pues, tu espíritu y recibe el Espíritu de Dios. No tema tu espíritu que, cuando comience a habitar en él el Espíritu de Dios, ha de padecer estrecheces o apreturas en tu cuerpo. Cuando comenzare a habitar en tu cuerpo el Espíritu de Dios, no echará de allí a tu espíritu; no tengas miedo» [9].

El Espíritu Santo cohabita con todos y vivifica a todos, comunicándoles su ser espiritual y sus funciones. Los dos símbolos o figuras principales en que el Espíritu Santo se ha manifestado visiblemente, la paloma y las lenguas de fuego, tienen la misma significación: «Al enviar al Espíritu Santo, en dos formas lo manifestó visiblemente: por la paloma y el fuego. Por la paloma que se reposó sobre la cabeza
de Cristo bautizado; por el fuego que se mostró sobre los apóstoles congregados» [10]. La primera era el símbolo de la sencillez o del amor inocente, el segundo significaba el ardor de la caridad. Las dos cosas son necesarias a las operaciones del Espíritu Santo llevarán siempre estos rasgos, con que el Santo distingue la verdadera Iglesia de las cismáticas, utilizando la simbología de las palomas y los cuervos.



















[1]  In Io.ev. tr. 94,4
[2]  Sermo  270,2
[3] In Io.ev . 98,2
[4] Sermo 264,4
[5] Sermo 267,1
[6] De dono Persev. 64
[7] Sermo 267,4
[8] Enarrat. in. Ps. 47,14
[9] Sermo 169,15
[10] In Io.ev.tr.6,3

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